miércoles, 1 de febrero de 2017

Das sexuelle Kapital


Ayer vi el video de la “entrevista” linchamiento que la actriz y comediante Malena Pichot, actuando como una verdadera borrega mediática, le hizo a Agustín Laje, un politólogo y periodista revisionista de los 70 de orientación ideológica liberal-conservadora, quien ciertamente salió favorecido de los malos hábitos periodísticos del mainstream progresista argentino. Cuestión que me quedó dando vuelta en la cabeza una pequeña reflexión que quise pasar a palabras luego de ver esta entrevista. Lo iba a compartir en mi muro de Fakebook, pero se me hizo demasiado largo así que decidí publicarlo acá y de paso agregar unas reflexiones que allá hubieran sido imposibles. 

Para quienes no conozcan mejor la historia de Laje, vale mencionar que comenzó su incursión en el periodismo político junto con Nicolás Márquez, agitando las aguas con un provocador revisionismo de la historiografía oficial sobre los 70s en Argentina y que ahora, casi sin buscarlo, ha generado un revuelo viral con su último libro, también escrito en colaboración con aquél, en el que se toma la posta de la denuncia contra ciertas falsedades y falacias de la perspectiva de género y del feminismo de segunda y tercera ola, o al menos la posta en el mundo hispanohablante y en particular de Iberoamérica, a nivel de la divulgación pública y fuera de las internas académicas.

Yendo entonces al intercambio de barricada entre Laje y la Pichot, hubo un par de momentos que me llamaron la atención, en los que se habló del concepto de hegemonía. Me pareció que en un punto el progresismo robot de sus entrevistadores tenía una parte de la razón y no Agustín. Pero, paradójicamente, esa parte de la razón que tenían Pichot y cia., en realidad, se les volvía en contra a los ideólogos de género, mientras que el resto de la razón que tenía Agustín se volvía, a su vez, en contra de los defensores conservadores del capitalismo. 

Veamos: según Agustín la ideología de género y no el patriarcado tiene la hegemonía, ya que su libro era el único que se podía encontrar contra la posición generista. Era gracioso escuchar cómo las creyentes en el concepto más bien relativista de hegemonía lo ridiculizaban afirmando que su libro era el único en contra porque “era un disparate oponerse a la perspectiva de género”. Esto implicaba remitirse a un criterio objetivo para juzgar no sólo la validez de una forma de pensar, sino además para explicar por su objetividad dicha hegemonía. O sea: para las Pichot, si la lógica patriarcal es hegemónica lo es como consecuencia de tales o cuales fenómenos y “devenires” sociales, pero si la ideología de género es hegemónica lo es como consecuencia de su racionalidad. Una es evidente porque es hegemónica, y la otra es hegemónica porque es evidente. Interesante. 

El sentido común hegemónico era, según ellas, el patriarcal y no el propio de la ideología de género, pero entonces ¿cómo es que los generistas dominan los estantes de todas las librerías? La primera de estas hegemonías tiene cualidades de un fenómeno cultural espontáneo: por más opresivo que supuestamente sea, al menos es endógeno. En cambio la segunda hegemonía tiene cualidades de un trabajo de ingeniería social: por supuestamente “liberador” que se lo considere, es exógeno e impuesto en forma coercitiva. En menos palabras: si de lo “razonable” se trata, nadie piensa como Pichot y sí más como Laje, pero la preponderancia de la posición de Pichot se debe a un microclima de hegemonía dentro del mundillo intelectual casi completamente dominado por la ideología, la censura y la autocensura.
Ahora bien, más allá de esta obvia y esperable contradicción de Pichot que Laje no tuvo tiempo de resaltar o tiempo para percibir, mi pregunta sería: ¿cómo pueden darse estas dos “hegemonías” al mismo tiempo? ¿Se trata simplemente de dos segmentos distintos del mundo sociocultural, el general y el académico? No creo que se trate sólo de esto, ya que, para empezar, en el mundo académico, como bien dice Agustín, las neurociencias y la biología parecen apuntar a una posición naturalista respecto al comportamiento sexual y no a una sociología generista que no tiene fundamentación científica alguna. Ni siquiera en los propios términos de la sociología, sea en sus aspectos económicos o biológicos. Pero no sólo hay varias voces entre las élites académicas, también las hay del lado de las masas: la mayoría de la población se ha tragado de buen grado todo el discurso ideológico del generismo, y no sólo los estudiantes de secundaria y universitarios. 

Por lo anterior, creo que el problema es más sutil. No se trata tanto de que existan dos diferentes lugares de la división del trabajo intelectual que sufren de hegemonías contrapuestas. Se trata, más bien, de dos hegemonías superpuestas en un mismo lugar pero en aspectos distintos. Semejante circunstancia ocurre por la simple razón de que ambas hegemonías se encuentran en dos aspectos distintos de la cultura: por un lado, los hábitos sociales de la vida cultural y las creencias íntimas sobre éstas, y por el otro la interpretación teórica de esos hábitos y creencias. O dicho en otros términos: por un lado estaría lo que algunos llamarían ideología en el sentido quizá más marxiano del término, y por el otro lo que solemos llamar ideología en sentido estricto. El punto clave es que el resultado de que en estos dos ámbitos superpuestos existan perspectivas contradictorias implica una evidente esquizofrenia cultural. Por increíble que parezca, la chica a la que le encanta el reguetón en el boliche, que le gusta objetivarse sexualmente para generar deseo en su perfil de Facebook, que hace valer un capital sexual al que no considera un estereotipo y en el cual invierte en el gimnasio para convertirse en un objeto deseable, que incluso a veces afirma literalmente disfrutar de ser puta” y dejarse coger por cualquiera mientras ese cualquiera sea atractivo (con el doble consuelo de no quedarse nunca con nadie y poder igualar a quienes se la llevan a la cama siendo selectivos e insensibles), suele ser la misma chica que cree que la violencia sufrida por mujeres en el mundo afectivo es “violencia de género”, producto del “machismo” y hasta de las identidades de género creadas por el “patriarcado”. Sin duda mucho hay de desconocimiento: casi nadie tiene bien en claro que según las autoridades públicas encargadas de reprimir la “violencia de género”, la demostración de celos del varón para con la mujer es una forma de dicha “violencia”. Pero no se trata sólo de ignorancia, ya que aun quienes conocen este aspecto de la perspectiva de género no están dispuestos a aplicar criterios diferenciales entre los celos masculinos y los femeninos. Tampoco es mera hipocresía respecto a las propias conductas, ya que quienes piensan así tampoco presentan reacciones disímiles ante conductas ajenas. Sencillamente es que no piensan lo que hacen cuando lo hacen, y cuando lo piensan ya no están haciéndolo ni lo logran ver en otros. Hay realmente una disociación enfermiza entre el pensamiento sobre la vida y la vida misma. Sin duda esta separación entre filosofía y vida no es una novedad, pero lo grave del asunto es cuando no hay conciencia de dicha discrepancia, siquiera como posibilidad. Tampoco debería olvidarse cuánto tiene esto de interés por parte del sexo femenino, aunque aliene la naturaleza del mismo: la ventaja sexual comienza a depender de una explotación constante de las blurred lines” en el que el varón debe entrar y mantener su seguridad y autodominio mediante el recurso a la misma indiferencia histérica para cada rechazo intermitente, so pena de abandonar el premio sexual o ser castigados con una denuncia selectiva de “acoso”. Por esto es que el impacto del generismo no pasará de un machismo adulterado y una sobre explotación de las ventajas femeninas del viejo marco “patriarcal: las mujeres seguirán premiando la virilidad en los varones; seguirán siendo las que ponen el “no” y seguirán, en el caso específico de la promiscuidad femenina, ofreciendo una más o menos cuidadosa jerarquía de accesos a su cuerpo por la cual los varones deberán competir. Pero esta vez, y he aquí el costado artificial del apareamiento, el criterio inicial de lo varonil será el comportamiento histérico que logre ser más ocultador, más arrastrado, más manipulador y simulador que el de ellas, siendo recién luego la virilidad en sentido clásico la que quede para el encuentro corporal y finalmente el sexo, si es que después de tantos filtros queda algo de emoción sincera en la mujer o el varón: tras tantos movimientos artificiales habría que regresar mágicamente, al momento de llegar a la cama, a ese tipo de apertura psicológica normal que posibilita compenetrar empáticamente a las partes, que posibilita buen sexo y no meramente un pornográfico coito de gimnasio después de besos desafectados e impersonales con media pista (sólo pueden hacer ambas cosas contadas personalidades psicopáticas y además con mucho carisma)

Como sea, no nos perdamos en detalles y vayamos al punto sobre el que quisiera reflexionar. En el ping pong entre Laje y la Pichot éste preguntaba cómo podía ser que el movimiento gay y el feminismo fueran de izquierda en vez de liberales económicos (pro-capitalistas), a lo que meramente se le contestaba que las feministas criticaban cómo la izquierda fue históricamente “machista”. La respuesta era tonta, obviamente. El punto de Laje no era si coyunturalmente la izquierda socialista o la derecha liberal son en tal o cual momento más o menos “machistas”. El punto era si los regímenes sociales individualistas son más favorables o no a la causa feminista que los colectivistas. Alguien poco avispado podría acusar a Laje del mismo error, ya que él sacó a colación la homofobia soviética llevada por Ernesto Guevara hasta el paroxismo de la internación y el fusilamiento, pero resulta que en los regímenes del “socialismo real” la izquierda como partido político es la encargada de la dirección y organización del orden social bajo la economía comandada. Si la izquierda sigue teniendo como referencia al socialismo soviético-cubano, debe tener en cuenta que la vida y suerte de los homosexuales quedará en manos de lo que el partido único gobernante reserve para éstos. Y no sólo los homosexuales: también las mujeres y cualquier otra “minoría”. ¿Es éste el tipo de régimen que desean para sí mismos?
Cierto tipo de organización social, comandada por cierto tipo de dirigencias políticas, con un cierto tipo de ideología doctrinaria, no puede sino repetir el mismo tipo de clima cultural que llevó al maltrato, o a la posibilidad del maltrato, de tal o cual minoría. Sin embargo la cuestión no es tan sencilla de resolver como simplemente decir que el sistema de derechos de propiedad del capitalismo garantiza la libertad y seguridad de las minorías sexuales, mientras que el sistema de derechos del colectivismo no lo hace. Por más que semejante descripción tenga un gran componente de verdad, la realidad es bastante más compleja. 
El liberalismo clásico de mediados de siglo a esta parte ha sido más bien de derecha, por motivos usualmente reactivos ante el acaparamiento de las causas culturales de la izquierda por parte del comunismo de postguerra. Pero hay otra cuestión medular, que aunque se trate de una condición necesaria subyacente, es muy profunda. El capitalismo deja, al menos en su dinámica social interna, una verdadera expresión libre de toda coerción de las posiciones minoritarias para que estas se vuelvan mayoritarias, pero sin embargo no crea las condiciones para que estas se puedan articular socialmente. Es fácil afirmar, como hacen los liberales, que “si se convence a la gente de comportarse distinto, lo podrán hacer”, pero esto no es más que la mala heurística de un atomismo metodológico; una mera falacia de composición demasiado usual en el liberalismo más vulgar y apologético. Es una idea engañosa que toda transformación cultural se puede generar y puede prosperar por un mero cambio generalizado de predisposiciones individuales con independencia de si éstas puedan cambiar las condiciones sociales donde se articulan. Y tomar conciencia de que es engañosa es fácilmente demostrable a los mismos liberales: ellos mismos ya creen que así es pero no se dan cuenta. Veamos cómo. 

Desde una perspectiva liberal se afirma la realidad parcial, pero no por eso menos real, de que la discriminación machista a la mujer en el trabajo no prospera a la larga bajo el capitalismo, porque si una mujer está igualmente apta que un varón para un puesto de trabajo y ya no es necesaria para la reproducción del núcleo familiar en el que subsiste el varón trabajador, entonces por motivos de lucro tenderá a aceptarse a la mujer en contra de la voluntad “machista” de la gerencia. Ahora bien ¿no es esto afirmar que la cultura no puede prevalecer sobre la lógica autónoma que la economía tiene en el capitalismo? Todavía más: significa que a la larga ésta prevalecerá sobre la cultura. Es el reconocimiento de que la sociedad de mercado no es un mero espacio de opciones individuales libres que, no atadas a nada, se suman y relacionan en un vacío de posibilidades abiertas, de pluralismo ilimitado. Los liberales admiten que el mercado no produce en la forma que los productores quieren (ni en la forma que los consumidores quieren) sino que produce en la forma que el mercado “quiere” (requiere). Luego, y en tanto aceptan que el mercado puede convertir un statu quo cultural conservador en una situación mejor de acuerdo a los cánones progresistas, deberían también, de la misma forma, aceptar que podría suceder lo opuesto. 
Pero supongamos que siempre la lógica del capital tendiera hacia el ideal progresista. Aun así, podría considerarse que dicha lógica de la sociedad comercial no se imponga necesariamente sobre la cultura. Si es así, quizá sí habría razones para hacer un bypass al capitalismo mediante el intervencionismo cultural, como por ejemplo crear condiciones sociales para el cambio cultural. El punto sería que podrían realizarse dichas reformas sin necesidad de tomar ninguna actitud anticapitalista. Sólo tendría sentido que el progresismo tomara esa postura, si la dinámica del capitalismo terminara determinando a la cultura, y si tal determinación llevara en el sentido contrario al deseado por el progresismo. Por supuesto, los progresistas deberían demostrar que semejante forma estatal de lograr una acción colectiva es necesaria para un cambio cultural (lo que no significa indoctrinar a la fuerza a los individuos para lograr el cambio, lo que implicaría un remedio peor que la cura), y además que ese cambio es al menos deseado o podría llegar a ser deseado por una mayoría para el cumplimiento de ciertos derechos individuales. Y sin duda, los conservadores, y aun más los tradicionalistas, podrían reclamar el derecho a la misma posibilidad.

A esta altura ya se puede empezar a vislumbrar el nudo gordiano de todo el asunto: es cierto que las transformaciones culturales no siempre pueden darse el lujo de seguir la lógica protestante de un cambio privado en el comportamiento, pero también es cierto que muchas de esas revoluciones privatizadas que proponen los liberales para la cultura tienen a su favor la lógica del capital. O sea: paradójicamente, es el capitalismo el que, en su manera de imponerse por sobre los comportamientos culturales, tiende a crear el tipo de cultura igualitaria y democrática que buscan las feministas de género. 
Pero consideremos esto con más detalle, ya que no quiero saltearme ningún paso para llegar a esta conclusión. En estos pasos estará la explicación de por qué creo que la aplicación social (capitalista) del liberalismo de Laje no sólo conspira contra su propio conservadorismo, sino que es directamente favorable al “progresismo cultural” de la izquierda feminista y generista.
Cuando la igualdad de derechos individuales propulsada por el primer feminismo se hibridó con la idea de derechos sociales del feminismo posterior, lo que se presuponía era que para lograr la libertad positiva de las mujeres no bastaba con que estas alcanzaran por igual los meros derechos burgueses políticamente establecidos de libertad personal y libertad económica, sino que se requería crear las condiciones sociales para que estas libertades se pudieran utilizar. El Estado, entonces, iba a hacer de auspicio para crear dichas condiciones hasta que éstas se desarrollaran solas. Allí el feminismo ya debió adoptar, al menos, el “liberalismo social” que favorece la distribución no mercantil de los recursos para hacer efectivos ciertos derechos individuales, i.e.: la asignación de derechos individuales a tales o cuales bienes por atribución distributiva del Estado (derechos individuales “sociales”) y no por adquisición conmutativa mercantil (derechos individuales “individuales”), y esto explica cómo se fue afianzando su vuelco hacia la izquierda. Los liberales clásicos, pro-capitalistas, ya se habían quedado un poco rezagados en su progresismo cuando se trató de dar iguales derechos civiles y políticos a las mujeres, pero luego pasaron a estar además en las antípodas del reclamo de estos iguales derechos “sociales”. La causa terminó entonces siendo fogoneada por la izquierda soviética y finalmente acaparada por el “modern american liberalism” post-Keynes, que ya no era tan pro-capitalista, o bien lo era pero ya no con el mismo énfasis en el libre mercado. Más tarde, cuando ambos feminismos fueron dragados por la igualación cultural forzada de los sexos propia de las políticas de género, lo que se pasó a necesitar fue un trabajo de ingeniería social que necesariamente requeriría ya no sólo otorgar derechos sociales (o sea: individuales a ciertos recursos en forma “social” en vez de “individual”), sino algo que iba mucho más allá de la asignación de derechos: una transformación sustantiva en el contenido de los mismos. Se trataba ahora de asegurar legalmente un comportamiento privado “no-patriarcal”, en nombre de que sería la única forma de asegurar tanto los derechos “individuales” para todos (v.g. que las mujeres no sean “golpeadas” por culpa del “machismo”) como los derechos “sociales” para todos (v.g. que las mujeres no sean discriminadas en el trabajo por culpa del “machismo”).

Laje sabe perfectamente que el capitalismo aseguró la realización de las “libertades negativas” que exigieron las primeras feministas. También cree, con bastante razón, que las “libertades positivas” que exigieron las posteriores feministas, fueron y son favorecidas por el capitalismo o bien que, aun en las circunstancias en que no fuera así, la riqueza material para que el Estado las provea también requiere del capitalismo. Y sabe que todo esto es real, no por la ingenua idea de muchos liberales según la cual, en el capitalismo, la gente elige la cultura que quiere si es persuadida de ello –lo que por otra parte implicaría que si no es persuadida no sería posible asegurar igualdad de oportunidades a las mujeres, por ejemplo, en una sociedad con preponderancia de hombres en los puestos de mando–, sino porque la propia lógica del mercado lleva a tal situación de igualación de oportunidades por razones extraculturales –situación que compele a los hombres en dichos puestos a actuar según criterios de eficiencia económica. Ahora bien, él considera, en sentido contrario a lo que sucede al reclamo de igualdad social para las mujeres, que la igualación de los roles sexuales como parte de la deconstrucción de los géneros, sólo puede ser un trabajo de ingeniería social, y que la sociedad espontáneamente no podría generar tal situación. Esto, obviamente, en parte es cierto. Pero sólo en parte: la perspectiva de género pretende convencer de la necesidad de propulsar arriba-abajo ideológicamente un tipo de vida sexual polimorfa, y en gran medida su forma de intentarlo no implica otra cosa que una suerte de disparatado totalitarismo cultural, si cabe llamarlo así. Agustín considera a este intento un mero disfraz del interés de la vieja izquierda política ex-soviética, en hacerse con los puestos del Estado o en explotar los que ya posee en su beneficio. Esto es, también, mayormente cierto.[1] Pero el punto es que ésta sería, con mucho, sólo una mera estrategia política, de utilización en los países capitalistas, donde las diferentes izquierdas son operadas por la funcionalidad de sus “campos discursivos” o como satélites a manos de una izquierda política principal. Sería una estrategia que no lleva a la construcción de una sociedad totalitaria por la vía de la ideología de género, sino que simplemente ayuda a ocupar puestos clave de poder político sobre organismos de control sobre la cultura. Estos recién luego pueden o no servir de trampolín al intento de construcción de un régimen estrictamente totalitario, donde no necesariamente se aplique la perspectiva de género.

La anterior descripción nos muestra un cuadro bastante fiel de lo que sucede en el universo del movimiento de género, pero no nos muestra su desarrollo en el tiempo. Supongamos que la perspectiva de género lograra efectivamente cambiar los hábitos de vida e imponer culturalmente que no haya roles sexuales para cada sexo, igual podríamos hacernos una pregunta similar a la que se hacía Kirkpatrick respecto de la cultura en los totalitarismos: ¿puede llegar a mantenerse la obra de ingeniería cultural de los ideólogos generistas, si cesa definitivamente su dirección constante de la cultura? ¿O acaso se iría gradualmente revirtiendo a algo más o menos acorde a –o que sublimara en una mejor forma– las naturales tendencias biológicas a la sexualidad? Al fin y al cabo las pulsiones freudianas llevan el sello de los instintos que le dieron origen. Creo que Laje cree que de hecho se revertirían, ya que de no ser así estaría implícito que las formas culturales actuales de relación entre los sexos también podrían ser antinaturales, por espontáneamente que se hubieran desarrollado. Yo también tendería a creer lo mismo que él, pero también creo que la dinámica con que se desarrollan las culturas tienen un suelo biológico pero no una determinación directa en éstas. De hecho, es al contrario: las culturas son por definición no instintivas, y la naturaleza de las pulsiones biológicas del hombre se debe adaptar a la “naturaleza” de cada orden social determinado. Por tanto, el cese de los intentos de planificación cultural puede llevar a otras condiciones de vida sexual y utilización de la biología, diferentes a las deseadas por los planificadores, pero no necesariamente a las mismas que hubieran existido antes de iniciarse la planificación. Y esto no significa necesariamente que ese otro rumbo seguido fuera meramente un paradojal efecto inercial provocado por el esfuerzo de ingeniería social. Por el contrario: su ventaja es que esta nueva forma habrá servido mejor a la “selección natural” que el orden social impone a la cultura. En particular en un orden social como el de la sociedad de mercado, cuya dinámica y estructura se encuentra de espaldas a la cultura. De hecho, dentro del cosmos social del capitalismo, las relaciones sociales organizadas en base a la cultura son siempre secundarias, no constitutivas de la subsistencia económica y por ende subordinadas al ingreso mercantil. La voluntad de los individuos coordinan dicho orden “espontáneamente” en tanto eligen libremente la forma en que mejor se adaptan al mismo, y no a la inversa. Si se da que ha tenido éxito el trabajo de destrucción de quienes desean subvertir este orden atacando los hábitos culturales, y se da también que el contenido cultural destruido era un obstáculo para una forma cultural nueva, mejor adaptada al orden social, entonces estos planificadores simplemente habrán sido catalizadores para un cambio que era requerido por el orden social existente y que los individuos no podían establecer ni generar espontáneamente. Laje tiene razón en que, en nuestras condiciones de vida capitalistas, el conflicto es explotado o fomentado por élites sociales que no están cómodas con un sistema autónomo al que no pueden adaptarse y que por ende necesitan planificar. Pero las condiciones para el conflicto no han sido creadas por ellas. Las condiciones para el conflicto cultural, la tensión y el malestar en la cultura, no son producto de la nueva izquierda. Tampoco son producto de una masiva y contenida voluntad libertaria pansexual contra la protección burguesa de hábitos culturales represivos, como esa misma izquierda pretende. Es simplemente una voluntad que surge por las necesidades de vida; por quienes desean ver una cultura más adaptada a su forma de subsistencia, y que, en el entretanto, todavía no tiene bien clara su forma. Rara vez sucede que el conflicto cultural dentro del capitalismo decante la voluntad en favor de los hábitos culturales ya establecidos contra las necesidades engendradas por la propia forma de vida: en esos casos raros, como es el de los países musulmanes que secretan sistemáticamente integrismos religiosos, la izquierda toma la posición de asociarse con los reaccionarios para intentar redirigirlos a su favor culpando al capitalismo precisamente por su progresismo. Dicho de otra manera: lo que las derechas deben entender es que el progresismo cultural no es de izquierda porque es anticapitalista, sino que la izquierda anticapitalista es culturalmente progresista porque, incluso a pesar de sí mismo, el capitalismo lo es y no puede sortear solo y sin ayuda los obstáculos conservadores para encontrar una nueva cultura más cómoda a su transgresora forma de vida. 
Veamos un ejemplo concreto: dentro de esta nueva cultura que ya está emergiendo, puede que sea más cómodo que se respeten las alienaciones culturales (generadas necesariamente en el seno de una sociedad atomizada), y que se tolere culturalmente la elección de cualquier hábito sexual. Tal cosa es ideal para racionalizar nuevos vínculos sociales fundados enteramente sobre el egoísmo y el desapego. En un universo social fluido, competitivo, orientado a la utilidad y la diversión, donde las responsabilidades interpersonales se han difuminado y lo que importa de los demás seres humanos es que “no resten ni “aburran, es más que funcional el relativismo de la ideología de género. Esto explicaría que en esta época haya prosperado y se haya popularizado la aceptación de este tipo de ideología autoritaria para reprimir al machismo, y que lo mismo no haya ocurrido hace diez o viente años donde los encuentros sexuales no ocasionales todavía debían estar más o menos mediados por dependencias afectivas que implicaban la subsistencia de ciertos roles de género y donde encontrar reemplazos no era tan sencillo como pulsar en un corazón. Véase bien, sin embargo, que esta actual funcionalidad de la ideología de género durará hasta el preciso momento en que nos hayamos habituado a encontrar regularmente, en personas cercanas, una grotesca constelación de potenciales elecciones sexuales, y que por tanto ya no sea útil quebrar a los recalcitrantes mediante la coerción estatal. Recurrir a los izquierdistas para que realicen trabajos de ingeniería cultural es un problema y finalmente un estorbo. Para entonces esta ideología, con todos sus presupuestos ridículos de indiferenciación sexual, ya no será requerida como justificativo ético para que los nuevos hábitos sexuales sean socialmente tolerados. Por supuesto esto requerirá una reorientación de la “condena social (préstese atención: no estatal) en los espacios públicos, pero ya no contra las elecciones sexuales distintas, sino ahora contra cualquier manifestación de duda sobre la naturalidad o sanidad de estas desviaciones de la norma. Sin embargo, y esto es importante recordarlo, nada de esto implicará la aceptación de la perspectiva de género, de que los géneros tradicionales impliquen opresión alguna. Bastará simplemente con que los roles no impliquen obligación social alguna, que es por lo que se buscó a esta ideología en primer lugar. 

Comprender en profundidad la dinámica interna de la cultura es algo que la historia sólo ha reservado a unos pocos visionarios, pero si algo hemos podido aprender de ellos es que los elementos de la cultura tienen ciertas formas propias de articularse, y que esas formas de articulación son las condiciones posibles sobre las cuales pueden existir. La conciencia de cuáles son las posibles vías de conformación de la cultura, no puede estar en manos de unos ingenieros sociales basados en sus propios criterios culturales, ya que esencialmente estas condiciones sólo pueden desarrollarse espontáneamente y recién ser descubiertas a posteriori. Además, el método para descubrirlas debería ser el mismo que el que tiene la cultura para desarrollarse, lo cual implicaría una aporía para sujetos que se encuentran dentro de la misma.
En este punto propongo un alto en el camino, para tomar el desvío de un breve excurso: repasar la lectura que Weber hizo del concepto de ideología en Marx, y que nos remitamos por un momento a una de sus obras clásicas, muy comentada pero apenas entendida, que es La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Allí para mí se logra mostrar, con éxito, cuál fue la relación entre la economía capitalista y la ética protestante respecto al espíritu del capitalismo. En el modelo weberiano la cultura también se edifica sobre estructuras, y esas estructuras a su vez también consisten en un sistema de dos pisos: una base infraestructural y un techo superestructural. Pero a diferencia del modelo marxiano, en el weberiano ambas siguen una inercia “material” que subyace a las subjetividades económicas y a las concepciones culturales que circulan en ellas. Y ambas, cada una por separado, siguen una dinámica propia.[2]
Bajando todo esto a tierra, la tesis weberiana para probarlo era que el capitalismo no hizo surgir al protestantismo como una forma de vida cultural y religiosa acorde a sí mismo, sino que su surgimiento fue exógeno al capitalismo. Sin embargo, –y en aras de explicarlo lo más sencillo posible seré un poco vulgar para Weber el capitalismo era más eficiente y se encontraba más “en su salsa” en el protestantismo calvinista que en el catolicismo. A pesar de que este protestantismo fue más fiel al espíritu del capitalismo, eso no obstó para que el capitalismo por sí mismo hubiera sido incapaz de crear y desarrollar dicho espíritu para su cultura (aunque algunos como Franklin hubieran llegado directamente a él). En conclusión, el calvinismo había generado, por razones propias que nada tenían que ver con el capitalismo, una forma de vida que encajaba casi perfectamente en el molde capitalista, al menos en ese preciso momento de desarrollo técnico y social. Una vez que aquel se hibridaba con la sociedad capitalista, el resultado era que la sociedad capitalista podía regenerar su espíritu en forma autónoma y potenciar así la cultura calvinista. Sin embargo, ese potenciamiento iba sólo dirigido hacia lo que el protestantismo tenía de espíritu capitalista y no necesariamente al resto, por lo cual iba decantándose lentamente en una mera ética capitalista. Una vez que el protestantismo le dio sus contenidos culturales al cosmos capitalista, éste mediaría su vida social a través de una conducta religiosamente orientada. Pero una vez que comenzara a hacer esto, esa vida propia del capitalismo, aceitada por el protestantismo, desarrolló para sí una cultura nueva con independencia del elemento religioso protestante. El capitalismo se sacaría paso a paso el ropaje calvinista que alguna vez necesitó para lograr un espíritu cultural acorde a sí mismo, y se confeccionaría un traje a su práctica medida. El espíritu capitalista, vivo gracias al ascetismo intramundano y la privatización de la vida religiosa, destruiría gradualmente la religión, de la misma forma que lo haría con todos los hábitos culturales patriarcales que fueron alguna vez el corolario de los criterios no monetarios para organizar la producción (v.g., los criterios sexuales al ofrecer empleo).
Siendo que el espíritu del capitalismo pudo, una vez generalizado, subsistir sin el protestantismo, y como su base estaba en una estructura de relaciones económicas independientes de la vida cultural –desde entonces casi encerrada en la vida privada–, el mismo terminó corroyendo o depurando de su seno la vida religiosa protestante y por arrastre toda vida religiosa. A diferencia del catolicismo, el protestantismo cargaba dentro de sí una forma de vida que, en su desarrollo pleno, implicaba tratarse a sí mismo como prescindible.

Hagamos un rodeo por el presente, por la transformación cultural de esta última década, antes de volver al fenómeno del protestantismo y su analogación con la perspectiva de género. Mediante un par de observaciones sin anteojeras puede uno comprobar que nuestra actual vida cultural, que en principio se nos aparece como un producto no buscado de revoluciones culturales dirigidas contra nuestra vida social, es una vida que curiosamente mejor refleja la dinámica de la sociedad capitalista desde que surgió en su forma cabal en el siglo XIX. Hoy internet posibilita lo alguna vez impensable: la mercantilización de la competencia sexual, que ya era despiadada entonces. Provee de un canal a una tendencia narcisista que, generalizada, torna al mundo entero en un escenario bizarro: todos somos propietarios de una agencia de modelaje, con un solo cliente. No hubiera sorprendido a un McLuhan el juego de espejos en el que esta democratización deprimente del espectáculo sumerge a los usuarios en red como simple consecuencia del uso individualista de sus dispositivos de bolsillo para filmación y reproducción. Algunos elementos de la situación actual pueden ayudar para hacernos una idea más realista del cuadro antinatural que la sociedad de mercado ha generado sin necesidad de conspiración alguna en estas últimas décadas entre el siglo XX y el XXI. El vitalismo cultural de las aristocracias guerreras, que impregnaba las sociedades premodernas y que había perecido junto con el ascenso de la burguesía, nunca llegó a regresar con el fascismo y su visión espartana de la vida en un criadero racial: volvió ahora, con el deporte (pseudo) aventura, con el turismo de las experiencias, que no es otra cosa que intentar encontrar el sentido de la propia vida en la autopublicidad. Sin embargo este reconocimiento ya no se obtiene de los iguales frente al rechazo de la propia realidad, por intentar no ser parte del mundo, sino a la inversa. El burgués ha recuperado la conexión con su cuerpo y el disfrute de ese cuerpo, pero ahora todo el fin de su existencia es eso mismo: su cuerpo. La generalización del uso de tatuajes de estas últimas décadas es simplemente la forma en que el burgués postmoderno aprendió a mostrar simbólicamente valor ante la muerte, a demostrar la capacidad potencial de arriesgar la vida y a despreciar la seguridad. Sin embargo, este guerrero en sandalias y bermudas no apunta hacia algo exterior a la vida misma que le de un sentido por el cual arriesgarla, sino interna al mundo: la instantaneidad de la experiencia presente. Y al hacerlo, el último hombre ya no posee ese instinto frustrado que hasta hace unas pocas décadas lo impulsaba eventualmente a rechazar al mundo en formas aceptadas como la milicia o mediante alternativas subculturales. Ha reconducido el guerrero interior hacia su propio mundo y cada desafío a su vida se hace siempre a cambio de potenciar la experimentación sensual de esa vida. Aunque desde departamentos de marketing le digan qué debe dibujarse y escribirse con tinta indeleble, no se trata meramente de una moda: sus marcas representan identificaciones en un mundo efímero, su piel la seguridad despreciada y su cuerpo el tiempo aprovechado. Pretenden ser, como fueron otrora, ampliaciones del cuerpo con secretos significados, reflejos de una identidad más bella, simbolizada con referencias culturales, tras los cuales encontraríamos el exotismo de una personalidad rica, sensual, erótica y espiritualmente más amplia que el anonimato de la carne; pero estas extensiones son adornos para vidas sin significado, sin secretos, sin belleza, sin cultura, sin personalidad. Al igual que en la forma de bailar y de mirar (o de no mirar), se trata de insinuar nada más que la capacidad de un goce que es, a la vez, interesado y frío cuando se ha elegido un objetivo, y vanidoso e indiferente cuando hay que escogerlo. Un hedonismo egoísta radical e impersonal recubre a los representantes del universo de la party como una piel venenosa. La abolición de la historia en instantáneas permanentes se lleva así al interior del individuo, a la propia biografía, como la historia de un individuo sin historia. La exposición pública del arrojo necesario para marcar el propio cuerpo es la forma de demostrar capacidad de arriesgarse para disfrutar, del desprecio por la búsqueda de comodidad, pero en este caso el gozo es un mero placer sensual y su búsqueda tiene una apenas velada intención compulsiva de vender el éxito de la propia felicidad. El desapego se dirige, a la inversa que en el espíritu romántico, contra una historia personal congruente, mientras que el apego burgués permanece, esta vez dirigido desesperadamente hacia el mundo efímero de experiencias” cuidadosamente coleccionadas como trofeos de guerra. El tiempo de vida que, como dijera Bauman, se ha cortado en rodajas y aplanado hasta una mediocridad indecible, se oferta al por mayor en las carnicerías por catálogo en que se han convertido las redes sociales. Ya no es una superioridad aristocrática contra un estándar, sino la constatación, a la vez democrática y egoísta, de que se ha alcanzado, en una vidriera pública, ser algo lo más parecido al modelo de un igual completo (con algunos mucho más iguales que otros) y, en nuestra cultura, un producto sexualmente deseable. Fin último inconsciente de toda su vida social, estudios y profesiones se convierten frente a este objetivo en adornos funcionales. El esnobismo se ha vuelto cada vez más intencional: es el uso frívolo de todas las cosas que posean gravedad como productos en una góndola de arte. A la mano de nuestro interesado cliente, el falso hipster, caen todos en la misma esfera de intereses del resto de la población: un elemental objetivo narcisista en el capital sexual, sin carga erótica alguna. Como en la búsqueda de capital social, económico y cultural, el consumo final se ha convertido en el medio, y la acumulación de recursos y exposiciones en el fin. Incluso el sadomasoquismo se ha vuelto un recurso insípido, impersonal, sin significación psicológica alguna. Único pero intercambiable, nuestro igual sólo se reconoce superior a aquel igual del siglo XX, obsoleto, incompleto e incoherente, que todavía pretendía ahorrar con pusilanimidad una vida destinada a extinguirse. Pero como el contenido de la vida presente ya no tiene ningún significado (en tanto el significado trasciende a la vida), simplemente el valor de la experiencia depende de su intensidad. (Para usar los términos frecuentados por Kojève y Fukuyama, podría decirse que la “megalothymia” se ha vuelto un vehículo de la “isothymia”, con lo cual deja automáticamente de ser buscado como una alternativa.) 
Al igual que como aconteció con la femineidad en la presunta lucha por su liberación, el heroísmo ha sido asimilado y adulterado en el proceso de su supuesta recuperación. El transmundo todavía remanente en el universo capitalista, que podía ser experimentado incluso dentro del racionalismo moderno mediante versiones profanas de aquella dupla medieval de misterio y esperanza, se troca hoy día en una total y omnipresente mundanización festiva. El hedonismo burgués logra desarrollar así un modelo propio de vitalismo post-heroico, vacío; de una profunda animalidad, sí, pero de una animalidad de plástico. Permanece aquel neo-romanismo renacentista, y su gloria mundana tan amada por las burguesías, pero ya no se vivencia como la contribución exitosa de una construcción social que apunta a un futuro circular, como sucedía en el siglo XX, sino en el éxtasis autorreferencial del éxito individual, por sí mismo. Y esta inmanencia perfecta y definitiva es sólo la suma de sensaciones externas que generan las limitadas, básicas pero muy fuertes emociones que las recubren. Es el final del trayecto para el último hombre.

Volvamos entonces ahora a la hipótesis que me gustaría lograr se considere: el feminismo de segunda y tercera ola, la perspectiva de género, y muchísimas otras revoluciones culturales que se han dado en las sociedades capitalistas, sin duda han sido usualmente promovidas o dirigidas por la izquierda anticapitalista, pero su excelente funcionalidad subversiva contra el capitalismo desarrollado tenía como causa el hecho de que, paradójicamente, estaban creadas a medida del suelo capitalista en el que finalmente irían a residir: las nuevas condiciones de vida de consumo masivo creadas por el mismo. El izquierdismo sólo hizo la revolución que el capitalismo necesitaba hacer contra los marcos institucionales y culturales heredados de épocas premodernas. Es cierto que las diferentes revoluciones culturales que se dieron libremente en la sociedad civil burguesa han sido diferentes de las revoluciones culturales artificiales y teatralizadas de los totalitarismos, pero la realidad es que, aunque se hayan extendido a toda la sociedad desde abajo mediante agitación, desde arriba mediante una ingeniería social progresista, o por contagio mediante la transgresión, funcionaron como válvula de escape contra una esclerosada represión institucional o cultural, y en casi todos los casos prosperaron y lo hicieron gracias a que han servido a los individuos e instituciones que las aceptaron para adaptarse mejor a la sociedad moderna en la que vivían. La familia nuclear burguesa y moderna fue la forma en que el capitalismo pudo asimilar mutilada la vida comunitaria precapitalista, pero incluso así todos sus correlatos culturales de austeridad religiosa protestante y de sublimación represiva de la sexualidad apenas funcionaban en el marco de una vida industrial y burocrática.[3] La colisión entre ambos fue el caldo de cultivo que intentó explotar la izquierda en la forma de progresismo cultural. Y lo explotó con éxito. Pero esta revolución cultural y sexual no destruyó la sociedad occidental: destruyó la tradición occidental. No destruyó los cimientos del capitalismo: destruyó los cimientos de la familia. No destruyó la propiedad privada burguesa del capitalismo: destruyó las formas remanentes de una propiedad personal que era a la vez comunitaria.
Finalmente, el progresismo cultural no compensó el patriarcado con el matriarcado, sino que eliminó ambos. No reemplazó el masculinismo clásico y burgués con una nueva versión del feminismo medieval, ya que el actual feminismo no es más que la masculinización de la mujer (al menos en los espacios en los que se la va a emancipar por igualación) y, para el varón, la propuesta de una virilidad estrictamente metrosexual. Para los perdedores en la competencia sexual, esta nueva virilidad no debe ser incompatible con la maternidad a la que también se lo quiere dedicar, ridiculización mediante.[4] 

La modernidad liberal tiene en la sociedad comercial de Adam Smith un equivalente al mecanismo de selección natural, y ésta ha elegido a casi todas las formas culturales progresistas por sobre las tradicionales. Lo que ha descartado de las primeras y conservado de las segundas es simplemente aquello que todavía resulta funcional a la reproducción humana. ¿No es acaso esta visión de la familia muy similar a la de la perspectiva de género? Para ser padres funcionales basta con tener la capacidad de sentirse identificados sólo con su progenie, con engendrar y criar individuos productivos que sean capaces de ser competitivos a su vez. El altruismo como un medio para el egoísmo, y nada más. Para llevar una vida capitalista no se necesita formar una familia tradicional ni con contenido religioso alguno. Al contrario, estos elementos tienden a ser obstáculos para crear un individuo sano capaz de “amar y trabajar”. La forma liberal de legitimar la cultura a partir de la aceptación libre del individuo sólo tendría chance de tener basamentos realistas en caso de que el individuo viviera en una situación de autarquía, cosa que es lo último que posee en una sociedad mercantil. El carácter progresista de dicha sociedad no se debe al progresismo natural de la humanidad, sino a una sociedad schumpeteriana en donde se subsiste a condición se sacar ventajas del progreso científico-tecnológico, de revolucionar la economía empresa por empresa. De la misma forma que el capitalismo pudo crear un supermercado religioso a partir del protestantismo, también recibió con beneplácito una ingente fuerza de trabajo femenina a costa del papel esencial de la maternidad en la vida diaria de la familia, creando a su vez espacios sociales signados por los mercados de consumo encargados de la crianza de los hijos. En sus espacios de ocio, el espíritu románico de las burguesías ya había degradado, desde el siglo XV en adelante, el papel de la mujer a un apéndice del varón productivo, de la misma forma que había transformado el racismo tradicional, tribal y excluyente, en extenso e incluyente para convertir razas enteras en clases subalternas. Durante la primera mitad del siglo XX, ese mismo capitalismo logró potenciar la competencia sexual e insertar la lógica impersonal del mercado dentro de la vida erótica. Y durante la siguiente mitad integró la promiscuidad femenina a partir de una cultura de transgresión sexual que era esencialmente “machista”, ya que serían los varones quienes iban a disponer con facilidad de un marco de poligamia por el que no deberían hacerse responsables. Así como la píldora le sacaba un peso de encima a los varones para no tener que hacerse cargo de las necesidades afectivas de la mujer, el aborto no fue más que la forma de sacarle un peso a las mujeres que ya no tenían vida afectiva. La ideología de género está ahora en la transición de crear una nueva moralidad para los resultados de aquella contramoral.

El fin inconsciente de esta campaña, y he ahí otra vez la astucia de la razón en la historia, es que la virilización del sexo femenino no lleve a que se considere, coherentemente, que la mujer debe ser tratada con igual violencia que el varón, desviando así el golpe de la evidencia de la debilidad femenina hacia el patriarcado, al que se responsabiliza ¡por afirmar que dicha debilidad existe y generar así una ola de violencia contra las mujeres! Se condena a lo poco que aún queda de cultura patriarcal de crear dicha debilidad en forma solipsista: la incentivaría al afirmar que existe una desigualdad natural entre sexos, como si la cultura patriarcal fuera una cultura de odio y no de protección al sexo femenino respecto a una violencia preexistente y autónoma. De esta manera, el machismo promiscuo y misógino de la cultura erótico-publicitaria, que no es más que un derivado de la revolución sexual contra el viejo machismo burgués y monógamo, pasa ahora a ser conocido por un origen inverso al real, y a ser presentado como responsabilidad de la cultura patriarcal contra la cual fue dirigida, y no como vector resultante de sus elementos constitutivos: la sexualización del liberalismo social durante los 60s y la provisoria paternidad del modelo occidental de hombre industrial. Convertida la protección patriarcal de la intimidad femenina en un chivo expiatorio de la misoginia burguesa y la promiscuidad masculina sesentayochista, era inevitable que el narcisismo de la competencia sexual se extendiera a las conquistas masculinas por parte de las mujeres. Éstas ahora disponen de una ilusoria, pero efectiva, creencia en que el capital erótico de las mujeres no disminuye en proporción a su promiscuidad. Y véase que digo capital erótico y no meramente sexual: la sexualidad genital y la competencia por el intercambio en el mercado de cuerpos y rostros, no disminuye con la poligamia femenina. Lo que se destruye definitivamente es la posibilidad del amor, del erotismo en sentido estrecho y amplio, pervertido o sano. Por cursi que suene, el capitalismo nunca necesitó del amor, ni lazos afectivos de ningún tipo. Esta necesidad era una contingencia, para cuando no podía aun prescindir de la familia. Mucho antes de que la palabra casamiento se usara para describir su opuesto y la palabra pareja para todo, incluso mucho antes de que Huxley comparara los matrimonios fácilmente revocables con licencias para perros, ya el mismo sentido de la unión entre varón y mujer había sido adulterado y así destinado a la decadencia.[5] La 
gesellschaft capitalista sólo necesita nexos monetarios, mercados (de cualquier tipo de bien), como sucedáneo de los lazos personales. Podemos con total tranquilidad considerar como un fenómeno provisorio, tanto a la misandria agresiva de estas pocas “feminazis” enfermas de sadismo, como a la misandria simulada del resto de las “feministas” con su moralismo de red social. En particular las últimas suelen ser las primeras en objetivizar su sexo y en entregar su intimidad al machismo, con sólo situarles como background el éxtasis vacío de la EDM o el romanticismo miserable del reggaetón: no sólo se visten sumisamente para él, sino que disfrutan siendo el premio al ego de varones metrosexuales (o lumbersexuales: versiones disfrazadas de aquellos) convertidos en objetos de concurso. A éstos los valoran por su cuerpo o por aspectos de su personalidad, pero los desprecian por su voluntad y su intelecto: como resultado los varones no poseen autoridad alguna sobre ellas con lo que tampoco tienen para ellas un valor erótico permanente. Como en la célebre distopía del profeta ya citado, valen en tanto portadores de un cuerpo y de algunas cualidades psicológicas en general deplorables, que en conjunto no dejan de ser un bien impersonalmente separado de sí mismos, cuantificado y nunca atado a una persona en particular. Pero en nuestra sociedad ese bien opera a su vez como una mercancía. Degradados enteramente los roles sexuales a meros juegos muy superficiales de “perreo” previo al coito, fuera de la cama las mujeres pueden comportarse conductualmente como camioneros y los varones como histéricas. Dudo que Bloom hubiera podido llegar a imaginar, allá por los años ochenta, en lo que nos hemos transformado hoy, pero aun entonces resumía en sus textos lo sustancial de esta transformación, que ya estaba a medio camino cuando él la observaba: la excepción convertida en regla no es más que la forma más pura de lo que el capitalismo considera como norma.[6]

La respuesta de los llamados “movimientos por los derechos del hombre” (del varón) no es más que extender el mismo fenómeno de las mujeres a los varones (ver el documental The Red Pill). ¿Cómo fueron compensadas las mujeres por algunos de los sacrificios que hacían en los roles que tenían en su relación con los varones? Fue separándolos de los hombres, poniéndolas en confrontación con éstos como si sus intereses estuvieran naturalmente contrapuestos con ellos, y luego regulando mediante derechos de todo tipo sus relaciones con el sexo opuesto. En esta nueva situación las mujeres obtuvieron a cambio, artificialmente por la judicialización de la sexualidad, unos beneficios que no sólo las obligaba a pensarse como separadas del varón, sino que eran masculinos en sí mismos. Mientras tanto a los varones no sólo no se les permitieron dichos beneficios, sino que se encontraron igualmente sometidos que antes a una situación de dependencia personal. Debían seguir teniendo que poder demostrar su virilidad haciéndose cargo de las situaciones y teniendo la capacidad de dominar a la mujer, pero ahora las mujeres podrían acudir al feminismo para chantajear esta capacidad de los varones. El resultado natural fue que los hombres terminaran reclamando que tampoco se les exigiera aquellos deberes masculinos en la vida laboral y familiar, y que ahora se los considerara individuos separados con quien debiera celebrarse un contrato igual. En resumen de cuentas, los MDH terminan cerrando el círculo cuadrado de la ideología de género y volviéndolo consecuente, creando varones que reclaman derechos a tener los beneficios femeninos que antes eran privilegio de las mujeres. Si supuestamente el patriarcado burgués perjudica a sus dos géneros, entonces la única forma coherente de abolirlos (ya que obviamente no se pretende restituir una versión mejor de los mismos acorde a sus sexos) es no criminalizar a los varones por un rol dominante en el cual ellos eran en muchos aspectos más sacrificados que sus contrapartes femeninas. Y es por esto que el reclamo de los MDH, de que la castración venga acompañada de derechos iguales y de que la abolición de su propio género incluya el fin de sus deberes, es en realidad afeminado. Afeminado no en el sentido caballeresco de conservar la virilidad y ganar virtudes femeninas, sino en el sentido de perder toda virilidad y ganar derechos antes reservados al feminismo.[7] Por supuesto nadie quiere reconocer que el feminismo exige como parejas viables a hombres que cumplen con sus reclamos a fuerza de dejar de ser hombres, y que necesitan como amantes a hombres que no cumplan con sus reclamos, con lo cual nunca podrán permitirles convertirse en sus parejas. Ahora es tanto parte del cortejo masculino como de la seducción femenina, el saber manejar el juego de guerra de la histeria, y esto es lo que ha sido bien retratado en films actuales como Stockholm. La mujer debe estar segura de levantar la bandera blanca y dejarse vencer cuando el hombre haya sido capaz de mantener el control, mientras que el varón debe estar seguro de mantener distancia sin que eso sea sinónimo de debilidad hasta ganar el combate. El acoso se ha vuelto un concepto amplio que incluye entre otros tanto al acoso real, claramente no buscado por la mujer por vestirse de tal o cual forma, aunque ésta sin duda intente estimular indiferenciadamente el deseo sexual por ese medio, como al tipo de “acoso que no sólo no es tal, sino que además es literalmente aprobado previamente y actoralmente rechazado, y que es parte de toda la cultura del EDM y más aun del reggaetón. Este comportamiento objetivo del varón está delimitado objetivamente, pero es el que toda la slut culture intenta promover en el varón con la intención posterior de, en unos casos, denunciarlo porque ha resultado instatisfactorio para la denunciante, o por puro placer de la misma, y en otros casos para premiarlo acostándose con él (¿quien no se arriesga a unos meses de prisión, no gana”?). A la explotación de este recurso se le ha dado en llamar “empoderamiento” de la mujer, y sin duda que el nombre es correcto, porque es precisamente el establecimiento de una verdadera capacidad arbitraria para la coacción, basada en la denuncia dentro de las relaciones sociales. Es crear un nuevo campo minado donde éstos probarán un nuevo tipo de hombría. En gran medida el fin que las mujeres subrepticiamente saben se les ofrece con ésto es el de que logran imponer una subordinación amazónica de varones jóvenes a la vez títeres y viriles: de verdaderos objetos sexuales. Pero de esta forma es que se puede lograr una verdadera igualación metrosexual con la extrema objetivación sexual de las mujeres, que es la otra cara de la misma moneda, y una curva ascendente de un pasivo sadismo femenino no moralmente reprobado y de violencia masculina potenciada, cuando no de un pasivo sadismo masculino a su vez y también violencia femenina impune. Luego el hábito de usar la sexualidad como pura objetivación pornográfica gratuita quedará internalizado: el mercado sexual hará el trabajo posterior de mantener la nueva demanda bien aceitada, sin necesidad de mantener estos privilegios jurídicos progresistas.

Las izquierdas han creído realmente que la sociedad capitalista necesitaba crear ciertas formas culturales sólo porque esta sociedad las defendía, y que, por tanto, saboteándolas se sabotearía al capitalismo. No se pusieron a pensar que si los abogados del capitalismo las defendían era porque se trataba de lo único que tenían a mano. Pero eso cambió gracias a esas mismas izquierdas, y ahora éstas no tienen nada con qué criticar al capitalismo. Sólo creyendo que las mujeres son inferiores a los varones podrían las izquierdas feministas y generistas aseverar coherentemente que los empleadores son responsables de no cumplir una cuota del 50% para las mujeres en el mercado de trabajo. Si estos se guían por criterios de mercado y las mujeres son iguales de capaces que los varones, combatir los prejuicios sexistas contra la mujer en el trabajo no es más que ayudar al capital a funcionar mejor y más eficientemente. 
Las izquierdas progresistas creyeron, con razón, que los cambios culturales “deseados” (deseados, en realidad, sólo por su coherencia con los valores de la la modernidad) requerían de algo más que una suma de cambios individuales, y que aun estos cambios requerían de un espacio social nuevo donde pudieran formarse y ser efectivos. Sin embargo, esas mismas izquierdas pensaron equivocadamente que ese nuevo espacio social no existía ya, sino que, por el contrario, era el capitalismo por su lógica mercantil el que impedía su desarrollo y fomentaba la perpetuación del statu quo cultural. La realidad era exactamente la inversa: el mercado tiende a veces a quedar trabado en lo que los economistas suelen llamar “dependencias del camino”, y por eso reproducía lo que había heredado. Pero los elementos culturales conservadores que se perpetuaban dentro del capitalismo no eran en sí mismos capitalistas ni producto de la vida comercial o industrial de dicha sociedad. Precisamente porque la lógica del capital no domina enteramente los eventos culturales creados por esos comportamientos, es más probable que no pueda influir sobre aquellos que ha heredado y sí que pueda influir sobre aquellos que han surgido dentro de sí. Una vez que la izquierda creó a instancias del mercado una nueva forma cultural, el espacio público de la sociedad capitalista la asimiló rápidamente como lo que era: una superación de la anterior en términos de funcionalidad social. La lógica del capital ya estaba dirigida en el mismo camino que el progresismo, sólo que ninguno de los representantes de ambos bandos llegó a darse cuenta. Todavía más: el progresismo cultural no tenía un buen suelo económico en las economías comandadas y las sociedades militarizadas del “socialismo real” sino en las economías de mercado y las sociedades consumistas, y por eso el trabajo de secularización social requería en el Este a brigadas rojas, mientras que en el Oeste fue obra de los televisores. Sin duda la mayor parte del progresismo nunca pensó que el liberalismo sexual llegaría a ser incompatible con la cultura castrense del colectivismo leninista, pero eso sólo habla de su falta de sensatez siendo que el liberalismo político y económico cumplía todos los requisitos. De la misma forma el relativismo sexual de la perspectiva de género no se articulará socialmente en la forma que la izquierda prevee.[8]

Los conservadores que han optado por la fórmula liberal de vida de las sociedades capitalistas, se encuentran de hecho defendiendo las condiciones en las que prosperan mejor, no sólo dándole vida a las transformaciones culturales organizadas de la izquierda progresista, sino incluso creando las condiciones en las que se regenera esa misma izquierda progresista. Sin duda los liberal-conservadores no son ingenieros sociales: apoyan en el mercado una forma de coerción no deliberada, que además se daría en el espacio público de la vida del individuo y no aplicada directamente al individuo en su intimidad. Pero no deja de ser una forma de coerción sobre el reaccionario cultural, equivalente a privarlo de luz, barrido y limpieza en vez de censurarlo o meterlo en un campo de reeducación. Una coerción social que sólo tiene como bases éticas los criterios inconscientes y mecánicos de un proceso económico. 
Se me objetará que sería muy simplista reducir las causas sociológicas de lo que acontece en las sociedades capitalistas a la dinámica económica del capitalismo, puesto que hay un enorme abanico de elementos causales que pueden rastrearse hacia factores que se desarrollan fuera del capitalismo y mucho antes del mismo. Y, por supuesto, las causas sociológicas y culturales de la existencia de las izquierdas y las élites intelectuales son parte de ese abanico. Sin embargo, a menos que se suponga la perennidad de una suerte de conspiración ancestral, lo cierto es que, como bien describió Schumpeter, la izquierda se desarrolla y regenera espontáneamente en el vientre de las sociedades capitalistas, y su surgimiento ni tiene como único origen una larga herencia ideológica, ni se puede reducir al devenir contingente de ideas en relación con accidentes geográficos o temporales. La ubicuidad de la vida mercantil en el capitalismo y la homogeneidad de su vida cultural hacen difícil separar a nuestra sociedad capitalista de los fenómenos políticos que se desarrollan en su seno. Y no se puede excluir causalmente a la misma del surgimiento de estos intelectuales sólo por el hecho de que hayan devenido en ingenieros sociales, en, al decir de Sartori, fabricantes de sociedades. Estos intelectuales son culturalmente demandados cuando la insatisfacción por la situación cultural presente no encuentra una vía espontánea de desarrollo, por lo cual se asocia, erróneamente, a la espontaneidad de nuestro orden social con el obstáculo de dichas transformaciones. Pero precisamente es al revés: dicha insatisfacción es producto de una necesidad compulsiva que, queriendo formar nuevos hábitos espontáneamente, encuentra resistencias en las instituciones familiares, religiosas o educativas para el cambio “individuo a individuo”, o sea: el tipo de lugares donde todavía la lógica mercantil no ha penetrado enteramente y que son un obstáculo para los fenómenos espontáneos de masificación que ésta hace posible. La dirección en que se desarrollan las nuevas necesidades culturales depende siempre dentro de nuestras sociedades lucrativas de la funcionalidad económica de las relaciones sociales, y nuestra cultura va cada vez tomando más una forma adaptada a la forma que tiene el forzoso carácter mercantil de dichas relaciones. Por esto es que cuando esa funcionalidad no puede generar el contenido demandado, se genera un “malestar en la cultura” dirigido contra los hábitos que no pueden ser cambiados gradualmente. Este malestar se transforma entonces en la demanda de una oferta coercitiva contra sus propios hábitos o, cuando ésta no es necesaria, de un fogoneo transgresor y contracultural. Transgresión que, sin duda, dura muy poco tiempo siéndolo. Parafraseando a Say podríamos decir que, cuando la demanda no puede crear su propia oferta, tiene a los peores ofreciéndole lo que realmente busca.

En cierta medida entonces, para mí, Laje y la Pichot tienen razón por razones opuestas a las que ellos creen. Ambas hegemonías existen, tanto la de cierto patriarcado residual y completamente anoréxico, que sobrevive haciendo genuflexiones ante la corrección política, como la de esta reciente hegemonía de la perspectiva de género, que se ha impuesto rápidamente como la nueva corrección política. El liberalismo sexual generalizado, en tanto disocia la reproducción de la sexualidad y convierte en fálica a la mujer, es una exacerbación antinatural de la naturaleza. Fomenta una competencia sexual poligámica que es más natural en el hombre que la vida monogámica en base al amor real, pero crea para esa competencia un espacio social radicalmente artificial de promiscuidad femenina histérica de simulación de entrega y rechazo. En cualquier forma, la hegemonía de nuestra actual versión light del sentido común “machista” sublima con bastante intensidad, aun dentro de estos límites estrechos, las pulsiones instintivas tras los roles sexuales. En cambio, a diferencia de esta naturalidad canalizada artificialmente, la ideología de género no compensa su artificialidad con casi nada, pero sabe hacer una hábil instrumentalización de la violencia y el abuso sexual como medios de terrorismo moral, y tuvo y tiene la ventaja de ser un producto deliberado. La hegemonía del generismo es, a diferencia del “machismo” o de la muy distinta “cultura patriarcal”, un trabajo políticamente consciente de crear hegemonía: es un esfuerzo coordinado y sincrónico de un universo de intelectuales y profesionales “progresistas” que oligopolizan medios de comunicación y ministerios de educación, pero que sólo prospera en tanto es funcional a los privilegios jurídicos que otorga al nuevo liberalismo sexual femenino. Como resultado, no logrará moldear la vida social de acuerdo a sus caprichos ideológicos, pero en tanto pueda proveer de hábitos nuevos al mercado sexual capitalista, sus efectos serán imperecederos.[9]

Por todo esto, los y las Pichot del mundo pueden acaparar todo el espectro audiovisual, pero a la vez temer la sola voz disidente de un escritor, cual si formara parte del Samizdat. Saben que conspiran en su contra dos naturalezas: la naturaleza de la sociedad actual y la naturaleza de su sexualidad. Pero ignoran que esas fuerzas, al darse la mano, van a terminar de ganar su lucha gracias a ellas. Aunque sin ellas. Y que el joven que desde un celular les habla del reino de la libertad de mercado, les está mostrando su tierra prometida. En donde ya viven.  





[1] Una breve digresión: Laje y Márquez, y al igual que ellos muchos otros, llaman a este fenómeno “marxismo cultural” o “neo-marxismo”, pero para mí esto es un grave error que, aunque ayuda retóricamente para crear impacto, distorsiona lo que realmente sucede: un abandono del marxismo por parte de toda la enorme red política de la gente de la internacional comunista. De hecho, el intento de dicho marxismo cultural ya existió: la llamada “cultura proletaria” soviética o Proletkult. En cualquier caso, se habría tratado de un marxismo-leninismo cultural, muy lejano por cierto al lumpen-aburguesamiento de la ideología de género. Se puede citar a Engels cuando afirmó que dentro de la familia “el hombre es el burgués y la mujer el proletariado”, pero esto es meramente una metáfora y no un programa para crear un nuevo tipo de lucha de clases dentro de la familia. Sin duda hubo quizá razones políticas para utilizar esto como un recurso demagógico, pero no pasa de eso: para Engels no se trata de que lo masculino y lo femenino sean productos sociales, sino que a ellos se pueden adosar roles sociales, roles que incluso se pueden invertir sin que el problema se pueda resolver. Engels llegó a decir:

«Una madre que no tiene el tiempo de ocuparse de su criatura, de prodigarle durante sus primeros años los cuidados y la ternura más normales, una madre que apenas puede ver a su hijo no puede ser una madre para él, ella deviene fatalmente indiferente, lo trata sin amor, sin solicitud, como a un niño extraño. Y los niños que crecen en esas condiciones más tarde se pierden enteramente para la familia, son incapaces de sentirse en su casa en el hogar que ellos mismos fundan, porque solamente han conocido una existencia aislada; ellos contribuyen necesariamente a la destrucción, por otra parte general, de la familia entre los obreros. El trabajo de los niños implica una desorganización análoga de la familia. Cuando llegan a ganar más de lo que les cuesta a sus padres el mantenerlos, ellos comienzan a entregar a los padres cierta suma por hospedaje y gastan el resto para ellos. Y esto ocurre a menudo desde que tienen 14 ó 15 años. En una palabra, los hijos se emancipan y consideran la casa paterna como una casa de huéspedes: no es raro que la abandonen por otra, si no les place.
En muchos casos, la familia no es enteramente disgregada por el trabajo de la mujer pero allí todo anda al revés. La mujer es quien mantiene a la familia, el hombre se queda en la casa, cuida los niños, hace la limpieza y cocina. Este caso es muy frecuente; en Manchester solamente, se podrían nombrar algunos centenares de hombres, condenados a los quehaceres domésticos. Se puede imaginar fácilmente qué legítima indignación esa castración de hecho suscita entre los obreros, y que trastorno de toda la vida de familia resulta de ello, en tanto que las demás condiciones sociales siguen siendo las mismas. [...]
¿Puede imaginarse una situación más absurda, más insensata [...]? Y sin embargo, esa situación que quita al hombre su carácter viril y a la mujer su femineidad sin poder dar al hombre una verdadera femineidad y a la mujer una verdadera virilidad, esa situación que degrada de manera más escandalosa a ambos sexos y lo que hay de humano en ellos, ¡es la última consecuencia de nuestra civilización tan alabada, el último resultado de todos los esfuerzos logrados por centenas de generaciones para mejorar su vida y la de sus descendientes! Tenemos que, o bien perder toda la esperanza en la humanidad, en su voluntad y en su marcha adelante, al ver los resultados de nuestro esfuerzo y de nuestro trabajo convertirse así en escarnio; o entonces tenemos que admitir que la sociedad humana ha errado el camino hasta aquí en su búsqueda de la felicidad; tenemos que reconocer que un trastorno tan completo de la situación social de ambos sexos solo puede provenir del hecho de que sus relaciones han sido falseadas desde el comienzo. Si la dominación de la mujer sobre el hombre, que el sistema industrial ha engendrado fatalmente, es inhumana, la dominación del hombre sobre la mujer tal como existía antes es necesariamente inhumana también. Si la mujer puede ahora como antes el hombre, fundar su dominación en el hecho de que ella aporta más, e incluso todo, al fondo común de la familia, se sigue necesariamente que esa comunidad familiar no es ni verdadera, ni racional porque un miembro de la familia puede todavía jactarse de que aporta la mayor parte de ese fondo. Si la familia de la sociedad actual se disgrega, esa disgregación muestra precisamente que, en realidad, no era el amor familiar lo que constituía el vínculo de la familia, sino el interés privado conservado en esa falsa comunidad de bienes.»

Creo que no hay tal cosa como un marxismo cultural, porque el marxismo no es una mera fórmula de conflicto de grupos aplicado a cualquier tipo de grupo social. No es correcto hablar de un “marxismo económico” original aplicado a las clases sociales, que se habría convertido en un “marxismo cultural” aplicado a los géneros, o un “marxismo nacional” aplicado a las etnias, etc. A lo sumo se trataría de una estrategia política de un movimiento marxista x, pero esto sólo podría aplicarse no sólo con independencia del contenido mismo del marxismo sino a contrapelo del mismo. Como mucho podría hablarse de un “marxismo-leninismo cultural”, pero aun así sería un término erróneo: creo que la definición más toscamente cercana sería la de un “generismo cultural, aplicado por la vieja izquierda comunista (comunista en el sentido de una dirección de partido marxista-leninista) como parte de un capciosa estrategia gramsciana convertida en caballo de Troya”. Obviamente esta es su definición retóricamente ineficaz y totalmente inútil por tortuosa, pero podría reformularse como “izquierdismo cultural”. Hablar de “neo-comunismo” sería un poco más exacto, al menos en referencia al comunismo como el actual movimiento organizado, como nombre propio, que saca provecho del mismo. Pero resulta que el programa social de este Comunismo no sólo no es comunitario, sino que además la misma ideología de género ni siquiera es “comunista” en este último sentido político del término, o sea, no lo es siquiera en el sentido del Movimiento Comunista. Por ende, empezar a hablar de comunismo respecto a la ideología de género, con todo lo que esto remite (o sea: al comunismo real de un kibbutz o un monasterio, como al comunismo del estatismo soviético) haría fácil la ridiculización, especialmente por parte de los mismos cínicos comunistas que lideran estas campañas.



[2] Cabe reconocer que en el pensamiento marxiano esto no era tan distinto, ya que también consideraba un desarrollo pluricausal. Incluso más: respecto a las comunidades precapitalistas, el marxismo consideraba que la vida económica y la cultural-política se encontraban allí entrelazadas. Aun cuando para Marx la base económica daba forma a la cultura y la religión, no lo hacía como en la escindida sociedad mercantil capitalista como una finalidad separada: se trataba de las necesidades materiales y económicas de la religión y de la cultura en sí, ya que eran sociedades religiosas y culturales. Pero persiste una diferencia respecto a Weber, especialmente para el caso de la sociedad capitalista, ya que en la perspectiva del marxismo clásico el elemento genético siempre estaba en la infraestructura, y las superestructuras generadas, si bien podían desarrollarse solas, lo hacían en forma inercial y se extinguían finalmente en la superficie. En Marx y Engels, los fenómenos políticos y culturales afectaban a la infraestructura de la producción económica, y hasta podían llegar a generar circunstancias económicas completamente nuevas, pero estas nuevas condiciones eran estériles: nunca llegaban a tener una capacidad autónoma de desarrollo y permanecían dependientes de los fenómenos superestructurales que las habían generado. El materialismo extendido de Weber, en cambio, implicaba que, al menos en el contexto de la superestructura cultural y política (i.e.: el mundo estamental y partidario) el elemento genético residía dentro de sí y no en la infraestructura, y que incluso podía crear sus propios reflejos sociales en la infraestructura económica, obviamente dentro de los límites de las condiciones de posibilidad de la misma (en esto Weber seguía estando bastante cerca de Marx, y probablemente la posición más acorde a la realidad esté en un punto medio entre ambos autores).
Un dato más vale la pena tener en cuenta: en Weber los desarrollos sociales existen y siguen lógicas propias, pero no siguen un patrón necesario. Las contingencias que les afectan no frenan, retroceden o hacen avanzar diferentes fases de desarrollo necesarios como en el caso de Marx, sino que condicionan diferentes formas de desarrollo a su vez contingentes (lo que no significa que carezcan de esencia ni que sus esencias relativas puedan ser arbitrarios productos de esas contingencias, como propone la Chantal Mouffe). 



[3] Cito un par de párrafos del manual de historia social de Bianchi que me vienen al dedillo: 

«¿Cuál era el papel que debían desempeñar las mujeres en el mundo burgués? Estas mujeres de la burguesía debían fundamentalmente demostrar la capacidad y méritos de los varones, ocultando los suyos en el ocio y en el lujo. Su posición de superioridad social sólo podía ser demostrada a través de las órdenes que impartían a los criados, cuya presencia en los hogares distinguía a la burguesía de las clases inferiores. Y este ámbito de acción era el de la familia burguesa, un tipo de estructura familiar que se consolidó en la segunda mitad del siglo XIX: una autocracia patriarcal, apoyada en una red de dependencias personales.
No deja de resultar sorprendente que esta estructura familiar y los ideales de la sociedad burguesa se presenten como absolutamente contradictorios. El ideal de una economía lucrativa, el énfasis en la competencia individual, las relaciones contractuales, el reclamo de libertades y de oportunidades para el mérito y la iniciativa que proclamaban las burguesías liberales eran negados sistemáticamente dentro del ámbito familiar. El pater familia era la cabeza indiscutible de una jerarquía de mujeres y niños consolidada sobre la base de vínculos de dependencia. Y la red culminaba en su base con los criados -la "servidumbre"- que, pese a su relación de asalariados, por la convivencia cotidiana no tenían con su "señor" tanto un nexo monetario como personal. En síntesis, el punto crucial es que la estructura de la familia burguesa contradecía de plano a la sociedad burguesa, ya que en ella no contaban la libertad, ni las oportunidades, ni la persecución del beneficio individual.
En rigor, la estructura familiar basada en la subordinación de las mujeres no era algo nuevo. La cuestión radica en advertir su contradicción con los ideales de una sociedad que no sólo no la destruyó ni la transformó, sino que reforzó sus rasgos, convirtiéndola en una isla privada inalterada por el mundo exterior.»



[4] La medievalista Régine Pernoud reflexiona sobre este punto al principio de su libro La mujer en el tiempo de las catedrales:

«En realidad el lugar de la mujer en la sociedad parecía reducirse conforme se extendía y afianzaba el poder del burgués, en la medida en que el burgués añadía el poder político al poder económico y administrativo. A partir de ese momento, a través de las conmociones que van del Antiguo Régimen al advenimiento de la monarquía de julio, la mujer se eclipsa por completo de la escena. Las Memorias de una mujer inteligente como lo fue Elisa Guizot atestiguan la desaparición sin ilusiones que de ella se exige.
De manera que después de pasar años siguiendo al burgués desde su nacimiento hasta los tiempos modernos, una reacción natural me llevó a estudiar el puesto de la mujer en la sociedad sobre todo en los tiempos que podríamos llamar preburgueses si no fuera un término excesivamente restrictivo: el tiempo de Eloísa, de Leonor, de la reina Blanca, y también más tarde, cuando entra en escena la mujer más conocida del mundo: Juana de Arco.
El conjunto de su evolución hace pensar en esas ruedas de la Fortuna donde vemos a un personaje que asciende, triunfa por un tiempo, y después inicia su descenso para volver a caer más bajo que nunca. De acuerdo con esta imagen tan familiar a la iconografía medieval, el apogeo correspondería a la era feudal, desde el siglo X hasta fines del XIII; creo que los hechos y personajes reunidos en este libro le parecerán al lector tan convincentes como me lo parecen a mí; es indiscutible que por entonces las mujeres ejercen una influencia que no pudieron tener ni las damas partidarias de La Fronda en el siglo XVII ni las severas anarquistas del siglo XIX.»

Y Pernoud cierra la cuestión de esta manera al final del mismo:

«Toda la humanidad puede reconocerse en los símbolos vivientes que ofrecen Abelardo y Eloísa en su enfrentamiento, signo de la perpetua alternativa, cada uno de cuyos términos es tan necesario para el otro como los dos ojos para ver, dos miembros para actuar y andar. Es curiosa la visión monocular, propia de la perspectiva clásica en pintura, que manifiesta la tendencia a resolver el eterno conflicto del par, del «dos», eliminando uno en provecho del otro. La época feudal había comprendido que los contrarios son indispensables el uno al otro, que una bóveda sólo se mantiene gracias a la presión mutua que ejercen dos fuerzas una sobre otra, y que su equilibrio depende de un empuje parejo. Tal vez nos sea dado redescubrir esta afortunada necesidad en el tiempo en que redescubrimos las bóvedas románicas, en el tiempo en que ellas vuelven a ser para nosotros próximas y familiares, objetos además de creciente interés.
Tal vez, después de estos cuatro siglos que cabría denominar «monárquicos» (monos: uno solo), cualesquiera hayan sido los sucesivos regímenes, estos siglos en que el poder y el pensamiento fueron exclusivamente masculinos, hemos de asistir al retorno de la influencia femenina, de acuerdo con el movimiento que se inicia hoy.
Pero como nada es irreversible, ni en la historia de los pueblos ni en la de los individuos, nos preguntamos a veces si el actual esfuerzo por liberar a la mujer no corre el riesgo de abortar; porque señala una tendencia suicida para ella: negarse en tanto mujer, conformarse con copiar las conductas de su compañero, tratar de reproducirlo como una especie de modelo ideal y perfecto, negándose de entrada toda originalidad.
Y sin embargo ese mundo rigurosamente masculino que fue el mundo de la civilización clásica y burguesa se nos aparece como impugnable, y de hecho está siendo impugnado. ¿No es paradójico que conservemos precisamente los aspectos más perniciosos de una herencia de indiscutible riqueza: la tentación totalitaria, la que consiste en querer reducir a todos los individuos a un esquema único, que no admite igualdad sino en la uniformidad? ¿Durante cuánto tiempo se conformarán las mujeres con ser hombres inevitablemente fallidos —salvo que se produzca una mutación gigantesca de la humanidad, que sería también su fin? 
La copia es un buen ejercicio escolar: nunca produjo una obra de arte. ¿Por qué no inventamos las mujeres soluciones propias para nuestro tiempo, como lo hicieron otras mujeres en el suyo? ¿No tenemos nada original que proponer al mundo, ante las lagunas que hoy son comprobadamente graves, por ejemplo?»



[5] Las comunidades son lazos interpersonales de mutua dependencia y sujeción, exactamente como las familias. Ni unas ni otras son construcciones contractuales de individuos libres, y no pueden siquiera existir realmente como tales si son construidas así. Si las personas no sólo están separadas sino que se sienten cosas separadas, no hay forma de que se unan realmente. Una comunidad, como una familia, no es un interés colectivo ni una asociación de intereses individuales, sino un interés común que no puede articularse mediante contratos. Si las personas se piensan como socios contingentes se separan en cuanto la asociación no los beneficia. De la misma manera, si los familiares sienten la felicidad privada de la vida familiar como algo individual que se llevan para sí mismos, es natural que entre sí se aparezcan como salidos de un mercado, como socios en una empresa frente a un público (del cual vienen y al cual pueden volver). Tal unión es débil y estéril, porque el amor es un sentimiento de fusión y no de intercambio. Se trata de un hombre y una mujer que se sienten a la vez dos y uno. Si eso no existe, si sienten que su felicidad, aunque dependa de las dos partes, tiene la misma naturaleza que la que tiene el goce solitario, entonces no son propiamente familiares; luego el lazo artificial que crean no puede subsistir mucho tiempo en situaciones adversas (como rezan los guardianes de la higiene psicosocial: “si no te sirve, suéltalo”, obviamente sin importar donde caiga). El beneficio en sí mismo es entendido en forma separada. Mi esposa no es “parte” de mi vida, sino “el otro” en mi vida. Con el otro puedo ser egoísta o altruista, pero para quien siempre seré algo ajeno. El amor romántico tiene el carácter opuesto, y como tal se vive como un descubrimiento. Se descubre en la persona amada una unión intrínseca a la que se estaba destinado (“es como si la hubiera conocido desde siempre”, “es a quien estuve esperando”, etc.) previo a cualquier acto de voluntad. Por eso es pasional. La unión no se pierde en la separación, y sólo en cierto sentido con la muerte. Lo regular, en cambio, es lo que más conocemos: el amor como deseo focalizado. Y el matrimonio entendido como contrato es la contracara de este amor confluencia de intereses compartidos, que no pasa de ser una suerte de voto de confianza y que en otras condiciones sería base para un sacramento. 
Insisto: si realmente se ama, se ama a la otra persona como si dicho amor nunca fuera a terminar: se la siente eternamente parte de la propia vida. Luego de décadas de cauterización de una genuina vida amorosa, cualquier chica que besa por primera vez no sienta haber dado un paso decisivo, ni padece una emoción trascendental. No habría sentido haber hecho contacto, ni de lejos, con parte del sentido de su vida. La idea de primer beso en sí misma perdió gradualmente valor por lo que representa, y pasó a tener valor como anécdota (mi primer beso fue así o asá, con tal o cual), por lo cual no importa demasiado que se entregue a cualquiera (en contraposición con las prostitutas, que no reservan sólo el primero y que saben, por contraste, que tampoco tiene sentido entregarlo simplemente a quien las conquiste). La iniciada tampoco pondrá resistencia al acto. El nerviosismo de la espera, la electricidad en los labios, la magia del contacto, se ha desvanecido en el aire en cuestión de unas pocas generaciones. Hoy día el beso pareciera más tener que ver con algo parecido a la degustación. En cualquier caso, así como éste no requiere al noviazgo, obviamente el coito no requiere el matrimonio. Casi como si el paso de estas generaciones hubiera sido parte de la articulación de premisas en una deducción, podemos presentir haber llegado hoy a una conclusión ineludible: si el noviazgo no se comienza con la expectativa de ser parte de una unión definitiva, si ya no es el preludio para confirmar la posible convivencia con quien se ama, entonces ¿para qué el matrimonio? En cuanto el noviazgo no se proyecta en un matrimonio, automáticamente deja de ser noviazgo. No se tiene a la novia: se tiene “una” novia. Lo único que mantiene el compromiso en un vínculo sin sentido es la creación de un sentido que lo reemplace. Noviar es una especie de status binario a ser ocupado por un ejemplar de mayor o menos valor social, que sirve de compañía, como forma de satisfacción narcisista y no más que eso: símbolo de una posesión ilusoria pero de una jerarquía estética muy real. El futuro “novio” está desapegado de la persona que va a “amar” mucho antes de siquiera imaginarla, ya que se concibió de antemano como un algo intrínsecamente separado, e intentará mantener dicha condición no sólo para no salir lastimado o terminar siendo manipulado, sino, y por lo general, teniendo en cuenta el reconocimiento del valor social de la pareja. 
Esta es la base del nuevo matrimonio -cuando se da- entendido como empresa para convivir en una “relación” para eventualmente tener descendencia, sostenida por la cooperación laboral de ambas partes y la convivencia basada en el interés individual (separado, insisto) en las convicciones del otro, en el goce que proveen sus hábitos, en sus gustos, en características con independencia de quién las porta, en fin, en una mera intimidad, que puede ser más o menos sólida, pero que es desapasionada y que puede ser fácilmente superada, sin contar los alicientes para el conflicto cuando aparece alguien mejor para satisfacer el mismo interés. 
Los hijos también pasan a ser meros individuos a los que no hay que apegarse, a los que el padre-asistente debe ayudar lo antes posible a independizarse (por ellos y por uno mismo). En resumen, el matrimonio así entendido es una forma de autoengaño. Si el amor no trasciende a los intereses de las personas, no es amor: es interés. Y el interés es impersonal, o sea: lo contrario del amor.



[6] En The Closing of the American Mind, lo resumió en un solo párrafo:

«Herbert Marcuse appealed to university students in the sixties with a combination of Marx and Freud. In Eros and Civilization and One Dimensional Man he promised that the overcoming of capitalism and its false consciousness will result in a society where the greatest satisfactions are sexual, of a sort that the bourgeois moralist Freud called polymorphous and infantile. [...] The high intellectual life and the low rock world are partners in the same entertainment enterprise. They must both be interpreted as parts of the cultural fabric of late capitalism. Their success comes from the bourgeois' need to feel that he is not bourgeois, to have undangerous experiments with the unlimited. He is willing to pay dearly for them. The Left is better interpreted by Nietzsche than by Marx. The critical theory of late capitalism is at once late capitalism's subtlest and crudest expression. Anti-bourgeois ire is the opiate of the Last Man.»



[7] El novelista sociológico Michel Houellebecq, en una entrevista que fue compilada en un pequeño librito titulado El mundo como supermercado, da una respuesta sobre este punto sobre el que vale la pena hacer dos reflexiones que dejaré a continuación:

«Lo que se dio en llamar "la liberación de la mujer" les convenía más a los hombres, que veían en ella la posibilidad de multiplicar los encuentros sexuales. Después vino la disolución de la pareja y de la familia, es decir, de las últimas comunidades que separaban al hombre del mercado. Creo que, en general, es una catástrofe humana; pero vuelven a ser las mujeres las que salen perdiendo. En la situación tradicional, el hombre se movía en un mundo más libre y más abierto que la mujer; o sea, en un mundo más duro, competitivo, egoísta y violento. Los valores femeninos clásicos estaban impregnados de altruismo, amor, compasión, fidelidad y dulzura. Aunque ahora nos reímos de esos valores, hay que decir claramente que son valores civilizados superiores, y que su desaparición total sería una tragedia. En este contexto, el verso de Aragón que usted cita me parece de un optimismo inverosímil; pero los viejos poetas tienen derecho a convertirse en visionarios, a proyectarse en un futuro cuyos primeros trazos no se perciben todavía. Es posible que la masculinidad sea un paréntesis en la historia de la humanidad; un desgraciado paréntesis.»

Me parece que Michel da en un clavo que puede llegar a pasarse por alto. Muchas feministas (que se salen con esto, sabiéndolo o no, del libreto de la perspectiva de género) reconocerían en gran medida el comentario de Houellebecq, pero dirán que estas virtudes femeninas sólo entrarían a la vida económica gracias precisamente a la participación de la mujer en el mundo laboral y empresarial. En rigor, el razonamiento no adolece de ningún problema lógico, pero el problema es que presume una visión culturalista de los fenómenos socioculturales, mientras que el abordaje de Houellebecq, que comparto, es institucionalista respecto a los mismos fenómenos: los caracteres biológicos del sexo femenino sin duda están ahí, pero son unas instituciones y no otras las que sirven como canales para unos y no otros. El temperamento femenino también incluye potencialmente, en una menor graduación, la posibilidad de un temperamento masculino. El paso de este temperamento innato a la personalidad final depende del tipo de comportamientos que fomente la estructura de interacciones sociales (previa y no elegida por los actores, o sea: que es independiente a la personalidad cultural de sus miembros y que influye sobre éstas). Y la estructura social de la sociedad de mercado, o sea la red englobante de intercambios del sistema mercantil sobre los miembros de la sociedad, es esencialmente proclive a lo masculino. O, puesto en mejores términos: es esencialmente un universo social al que fácilmente pueden adaptarse ciertos caracteres (no todos, sin duda) a los que propende el temperamento biológico masculino, mientras que casi resulta un desierto de posibilidades de vida para casi todos los caracteres del temperamento biológico femenino (caracteres muchos de los cuales -y esto es muy importante- también están presentes en el temperamento masculino). La plasticidad genética-memética del hombre como especie, posibilita que las mujeres puedan terminar comportándose como varones y así poder encajar en el mundo de la competencia capitalista, sea como asalariadas, directivas o propietarias. Pero que una gacela pueda comportarse como un gato no significa que las gacelas no estén sacrificando algo en el proceso, ni que puedan crear así un orden social que las haga felices si éste se da de patadas con aquel para el que alguna vez estuvieron preparadas instintivamente. Y con esto no digo que el universo capitalista sea un ideal para el varón, ni tampoco que ningún elemento masculino sea en sí malo para la mujer. Lo que sí digo es que el zeitgeist de nuestra forma de vida "occidental" (que ni siquiera es en realidad el "american way of life" del aventurero norteamericano) mutila casi todos los caracteres femeninos que serían éticamente fructíferos en el varón y más aun en la mujer, y que, viceversa, fomenta los caracteres masculinos que no son éticamente fructíferos en la mujer y tampoco en el varón. Los caracteres masculinos y femeninos que subsisten crean entonces una situación binaria por la cual la virilidad sólo puede ser "machista" y la femineidad "hembrista", y por lo cual lo femenino extrapolado al hombre tiende a crear un varón sin virilidad o un simulador oportunista.
Mi segunda reflexión es que esta perspectiva "reaccionaria" de los roles sexuales que defiendo, no sólo es difícil de aceptar, hasta sus últimos consecuencias lógicas, por la posición feminista de segunda y tercera ola, que pretende igualar a ambos géneros en algo que es inigualable, sino que tampoco es fácil de aceptar para el tipo de conservadorismo que defiende Agustín Laje, y eso es lo que me gustaría que éste llegara a notar. Otra vez aparece aquí la paradoja subyacente en estos debates: bajo la forma de cierto feminismo progresista ha surgido una particular posición de derecha inadvertida entre las feministas que, aunque sea selectivamente (y sin que éstas noten la contradicción con su posición relativista sobre los "estereotipos de género"), terminan defendiendo la idea de virtudes objetivamente femeninas. Especularmente, bajo la forma de un conservadorismo cultural sobre la naturaleza de los comportamientos sexuados, emerge en forma casi inconsciente una defensa bastante "progre" del modelo moderno, estrecho y desmatizado de masculinidad, establecido como modelo de vida activa para la organización productiva de la sociedad, en el cual unos caracteres masculinos se encuentran potenciados y otros mutilados. Quizá sea para no dar el brazo a torcer a la izquierda, o quizá porque esta posición conservadora se limita a defender un orden moderno como el burgués, la cuestión es que no se reconoce que este modelo cultural de masculinidad es estrictamente progresista, secular, cuando no anticristiano, y que, con suerte, a lo sumo es propio de cierto paganismo de raíz romana que es casi lo opuesto al ideal mariano del catolicismo y al caballeresco heredado de la Europa medieval. O sea: si acaso tiene sentido seguir con la distinción de izquierda y derecha en algo, podemos llegar a la siguiente conclusión: el elogio de ciertas feministas de estas virtudes femeninas y la importancia de su preponderancia cultural o de su uso como criterio para seleccionar formas de organización social, en contra del egoísmo competitivo requerido por la base mercantil de la sociedad capitalista es, en realidad, un discurso de derecha en el sentido más genuino que se le pueda dar al término, por más que se lo pretenda adulterar y llevar en otra dirección. Cabe mencionar que el término de derecha encaja siempre problemáticamente con las diferentes versiones del conservadorismo del siglo XIX y XX, y ni digamos con el nacionalismo y el liberalismo de los que finalmente sólo pretende rescatar un punto medio, pero, en cambio, la idea casi sustancial de "derecha" no tiene tantas contradicciones aplicada a un tradicionalismo como aquel que pretende ser la verdadera herencia de la cristiandad occidental y oriental, y digo genuino en comparación con el supuesto anti-modernismo de los nacionalistas católicos y el supuesto anti-iluminismo de los liberales occidentalistas (y no acuso a ninguno de los dos de falsedad cuando se suponen conservadores: ambos suelen genuinamente creer en la coherencia de sus posiciones).




[8] Vaya sorpresa, los mejores futuristas son los autores afectivamente afines a la reacción pero resignados al progreso: el perspicaz Tocqueville, el profundo Spengler, el incisivo Ortega, y la lista es enorme: los hermanos Weber, los hermanos Huxley, Bloom (que debería ser lectura obligada para los estudiantes universitarios antes de pisar un aula), Finkielkraut (el progresista hereje), Muray y Sartori (más actuales que nunca con sus homo-festivus y homo-videns), Dantec, el ya citado Houellebecq, etc.



[9] "Marxismo cultural" es un término errado para describir las políticas ideológicas de la llamada "perspectiva de género". Para empezar son cosas distintas la cosmovisión social marxista (como la liberal, la socialdemócrata, la fascista o la que fuere) de los programas políticos de las organizaciones que adhieren a las mismas, y estos programas a su vez deben ser distinguidos de sus estrategias políticas:
a. Sobre la cosmovisión, es claro que no es necesario que ni siquiera todo lo que dijo el propio Marx es "marxista", de la misma forma que probablemente no todo lo que haya dicho Popper haya sido "popperiano". El problema es que a toda la visión histórica de un movimiento político se le dio el nombre del autor, entonces se confunde la letra de Marx con un sistema de pensamiento (como si en vez de decir liberalismo hubiéramos dicho "smithismo"). Ni digamos entonces de Engels, o más aun de Gramsci, que directamente hablaba de hacer a un lado El capital. La ideología de género no tiene un pelo de marxista en este sentido. 
Pero incluso si tal o cual cosa que dijera Engels o Gramsci no fuera incongruente con el marxismo, aun así no significa que el marxismo lo implique. El liberalismo puede ser monetarista, pero el monetarismo no es el liberalismo aplicado a la moneda. Un animal racional puede ser un hombre, pero ser hombre no es la "animalidad racional".
Lo importante a destacar es que, no sólo no debemos relacionar a la cosmovisión engendrada por Marx con los grupos de interés de la izquierda actual (encolumnados por lo general alrededor de los intereses en un proyecto social específico cuyo modelo prototipo ha sido el del bolchevismo), sino que tampoco debemos relacionar esta cosmovisión con la dialéctica opresor-oprimido, aun incluso si la forma esencial de esta dialéctica fue traída al mundo de la mano Marx, como plantea con cierta razón Kenneth Minogue. Y esto último lo digo por dos razones: la primera es que lo medular de Marx no es la dialéctica opresor-oprimido que motoriza y anima a la nueva izquierda en general, en especial la "feminista". Esto lo reconoce el propio Minogue al rescatar la obra de Gerald Cohen como la mejor explicación de lo esencial de la escuela de pensamiento que Marx originó y que propiamente debería llamarse "marxismo" con independencia de que dentro de ésta se sea o no fiel a su letra (o sea: para Minogue, el espíritu de la obra de Marx no es la dialéctica opresor-oprimido, y en la obra de Cohen este espíritu y el corpus esencial de su obra se ha emancipado de dicha dialéctica gracias en parte a una aproximación analítica). La segunda razón por la que lo manifiesto es que, en cualquier caso, si no fuera separable esta dialéctica de lo esencial del sistema de pensamiento de Marx, sigue siendo esta dialéctica no sólo no medular a su obra, sino que lo que motoriza a los usos que la nueva izquierda da a esta dialéctica es, a lo sumo, sólo esta dialéctica (sumada a diversos criterios, como el igualitarismo entre otros, que no son marxistas en lo absoluto), mientras que no es la obra de Marx la causa ideológica de la cultura de la nueva izquierda. A lo sumo es la reputación de los argumentos de Marx contra el capitalismo los que son parasitados por este "marxismo cultural" y le dan su fuerza, pero no las que los impulsan.

b. Yendo ahora al programa político, no hay nada "marxista" ni siquiera en el programa político del propio Marx. El caso de Lenin es distinto, ya que precisamente lo que define al leninismo es, en parte, que es un programa político que reemplaza a la clase por el partido como actor social, y que implica una forma políticamente comandada del comunismo que lo involucra. Pero de vuelta: la Fundación Hayek puede apoyar tal o cual programa político, pero no por eso es justo hablar de "hayekianismo político" para éste aun si la cosmovisión de Hayek hubiera implicado a tal o cual modelo político. 
En cualquier caso, la visión marxista original no tenía un modelo político a establecer que se dedujera necesariamente de tal cosmovisión, a diferencia del leninismo, y a diferencia de lo que acontece con el fascismo, y parcialmente con el liberalismo.
c. Mucho menos en lo social: Marx preveía un futuro comunista, no un "futuro marxista". Sería como confundir que porque hoy vivimos en una sociedad donde se asegura la libertad individual para la expresión de todos los fenómenos culturales privados, entonces vivimos bajo la hegemonía de un "liberalismo cultural". Se entiende la confusión porque el movimiento comunista se dedicó a imponer la versión religiosa del marxismo de sus dirigentes a la población que recibía en forma pasiva una suerte de catecismo en el diamat, pero nada más. El caso del fascismo es distinto, porque sí amalgama, ya en la doctrina, a la cultura con la propia ideología: su objetivo es crear una cultura fascista.
Pero supongamos que el marxismo fuera como el fascismo y que entonces implicara ya la organización de las características del futuro sistema social, aun así el hecho de que el fascismo alemán fuera racista, no sólo no implica que todo fascismo lo sea necesariamente (que no lo es, cosa que podemos saber gracias a que no existió sólamente el fascismo alemán), sino que además no tiene nada que ver con que el nazismo fuera un "fascismo racial" o un "fascismo cultural". Supongamos incluso que todo fascismo fuera racista, el racismo en sí no pertenece a la esencia de lo que consideramos define al fascismo. Lo mismo se aplica al marxismo.
d. Como si fuera poco, lo de la ideología de género y tantos otros fenómenos fogoneados o directamente dirigidos por el club de la ex izquierda soviética y tercermundista latinoamericana (que más cabe describir como leninista), son simplemente estrategias políticas. Esas estrategias de cambio de las superestructuras culturales, puede que menos aun expresen nada de la cosmovisión marxista, y que ni siquiera tengan sentido desde la misma. Y puede que ni siquiera se correspondan al programa leninista, aun cuando fueran realizadas por el "leninismo" como movimiento ideológico-político organizado.
Por supuesto hay quienes consideran que la ideología de género sería "marxista" en tanto llevara al interior de la cultura la idea de lucha de clases, pero esta vez aplicada al género. Esto me parece un grave error. Primero porque entonces quizá hasta el fascismo debiera pasar a llamarse "marxismo racial", cosa que no tiene sentido, sino porque, precisamente, apenas tiene parecido la forma en que la ideología de género concibe la relación entre géneros opresores y oprimidos, con el que el marxismo concibe la relación entre clases dominantes y dominadas. 
Incluso cuando hablamos de "liberalismo económico", "liberalismo cultural" o "liberalismo sexual" nos referimos a lo "liberal" como un uso desinhibido de la libertad económica, cultural o sexual, o bien de una economía, o una cultura o una sexualidad centrada en el uso de la libertad de opción, o de una vida económica, o la cultural, o la sexual, basada en el individualismo, etc. pero no a que se trata de la aplicación de la cosmovisión ideológica liberal a la economía, la cultura o al sexo, y mucho menos que la economía, la cultura o la sexualidad se estén viviendo con una óptica doctrinariamente liberal. Por eso no tiene sentido hablar de "marxismo económico", "marxismo cultural" o "marxismo sexual", ya que el término es estrictamente una referencia a un paradigma y no a un orden de ningún tipo. 
Además, no sólo la cosmovisión ideológica marxista no se está aplicando como modelo heurístico a la cultura en el caso de la ideología de género (ni siquiera, como aclaré, en una forma extrapolada), sino que menos aun generan un clima de vida ideológico marxista para la cultura o la sexualidad (como sí fue el caso del Proletkult), y apenas uno ideológico. La ideología de género quiere impregnar a la sociedad pero no como objetivo totalitario de generar una adhesión partidaria (aunque le venga bien) sino para crear las pautas de conducta que desea. A lo sumo es una metodología totalitaria para cambiar la conducta, pero no es un programa que tenga el objetivo clásico del totalitarismo de crear una sociedad militante mancomunándola tras una ideología omnicomprensiva. Como mucho podría servir como causa apéndice para un movimientismo populista, pero sería disruptivo para la dictadura de un partido único. Ni siquiera los post-leninistas que dirigen esta movida ya piensan que con esto van a favorecer una revolución de género ni nada parecido. Pero aun si lo hicieran, no tendrían como objetivo imponer un totalitarismo ideológico generista, sino un régimen ideológico tipo como el venezolano o el cubano: marxismo-leninismo a la Harnecker y racionalizaciones para someterse en forma militante al dominio sobre el Estado de una casta de jerarcas intelectuales de partido. Y nada más. No lo digo sólo yo, lo dice una autora afín al neoconservadorismo como Jeane Kirkpatrick:

«En nombre de la flexibilidad táctica, el socialismo es impuesto a las sociedades prefeudales; los partidos comunistas sirven como "vanguardia del proletariado" en naciones sin proletariado, sin capitalistas, sin industria; la conquista militar, la subversión y los golpes de estado sustituyen a las revoluciones proletarias; pequeñas élites de intelectuales ambiciosos sustituyen a las masas trabajadoras. Entretanto, el marxismo clásico es invocado para rodear la búsqueda de poder con una aureola de moralidad y ciencia. Ocasionalmente es enriquecido, pero en general es simplemente invocado: sus postulados básicos no son examinados a la luz de la historia ni de la práctica bolchevique. [...] En vez de existir la tan cacareada "unidad de teoría y práctica" del movimiento comunista, existe una escisión absoluta entre la teoría y la práctica [...E]n el nivel del conflicto político, los comunistas son pragmatistas consumados y maestros en Realpolitik, no obstaculizada por consideraciones ideológicas dogmáticas ni por inhibiciones éticas. También juzgamos mal la función de la ideología oficial.
Para los no comunistas ha resultado extremadamente difícil asimilar el hecho y las implicaciones de la irrelevancia de la filosofía marxista del desarrollo histórico para la conducta del movimiento. De hecho, el movimiento comunista no tiene base económica ni ninguna relación específica con ninguna clase económica. De hecho, los partidos comunistas no tienen lazos previsibles, determinados o integrales con ningún grupo social o económico particular. [...] La pertenencia tribal, los intereses regionales, el idioma, las rivalidades personales, el nacionalismo, el color y otros factores a menudo sirven como base para separar a los enemigos de los amigos, no su relación con los medios de producción. En las zonas subdesarrolladas, vemos una y otra vez los esfuerzos de los dirigentes comunistas occidentalizados para encontrar o crear la base social para un partido reducido. Sus esfuerzos se concentran en cualquier grupo que esté más distanciado de la autoridad existente o menos integrado a la estructura de autoridad existente. En China, resultaron ser los intelectuales y campesinos; en la India, ciertos grupos regionales y de casta; en Estados Unidos, ciertos sectores de la clase media; en Gran Bretaña, ciertas minorías étnicas; en Francia, los obreros industriales y la intelligentsia; en Africa, ciertas tribus. Y así sucesivamente. [...]
En su obra seminal, Política mundial e inseguridad personal, Harold Lasswell señaló que la difusión de una revolución a menudo es obstaculizada cuando grupos opuestos adoptan símbolos clave de la revolución. Denominó esto "restricción por incorporación parcial". Los portadores de las revoluciones comunistas revierten este proceso y procuran impulsar la revolución mediante la incorporación táctica de los símbolos de grupos opuestos.
Si los partidos comunistas hablaran de colectivización a los campesinos, de internacionalismo a las naciones nuevas, de conflicto inexorable a los pacifistas, de conformidad ideológica a los intelectuales, de capitalismo de estado a las clases trabajadoras y de dictadura a las clases medias, en pocas palabras, si los partidos comunistas intentaran hacer proselitismo a través del atractivo de sus propios valores, las líneas del conflicto estarían claramente trazadas.»

En resumen:

El "marxismo cultural" ¿significa...

1) ...una cultura influida por el marxismo?
2) ...una ideología que por estar arraigada en la cosmovisión marxista busca los mismos fines con medios culturales no marxistas? 
3) ...la cultura de las organizaciones marxistas?
4) ...el pensamiento marxista en vez de aplicado a toda la sociedad sólo a la cultura?
5) ...una estrategia de adoctrinamiento no-marxista por parte de organizaciones políticas marxistas para explotar un conflicto cultural?

El primer significado se parece a lo que es la perspectiva de género, pero podría aplicarse por igual al fascismo. Además como término es errado ya que a lo sumo debería hablarse de "cultura marxistoide".

El segundo significado sería su uso más adecuado y debo su clarificación al propio Agustín Laje que es uno de los pocos que lo esgrime, pero considero que esto sólo sería válido si lo que motoriza a la nueva izquierda marxistoide y post-marxista fuera la médula de la cosmovisión creada por Marx, cosa que obviamente no requeriría ser fiel a la letra y ni siquiera a todo su sistema de pensamiento. El punto es que yo creo que lo que motoriza a la nueva izquierda no es la médula de la obra de Marx sino por el contrario el igualitarismo izquierdista clásico y el elitismo progresista autoritario heredado del bolchevismo. Lo que sucede es que esta izquierda parasita a la obra de Marx y depende de ella para alinear y justificar socioeconómicamente sus argumentos encastrándolos en una retórica anticapitalista que, para colmo, es ya para esta nueva izquierda más un medio que un fin. En este sentido podría decirse que Marx no es causa o fin, sino un medio de la nueva izquierda. Ahora bien, es cierto que la dialéctica opresor-oprimido es una de las patas, si acaso no la principal, sobre la que se sostiene en general el pensamiento izquierdista más radical (cuyos ecos llegan a nosotros en su forma más clara en una película como Matrix, con la monopolización de la conciencia por parte de la resistencia al sistema), y es cierto, además y como bien describe Kenneth Minogue, que la dialéctica opresor-oprimido -y la mecánica de pensamiento que ésta tiende a engendrar- tomó su forma más cabal con Marx, aunque en forma tácita y no expresa (a pesar de que su origen es la izquierda hegeliana), pero aun así creo que esta dialéctica no es esencial a su cosmovisión, y que, incluso si fuera esencial a la misma, no es su médula en lo absoluto sino que está subordinada a un esquema donde, correctamente interpretada, queda neutralizada en sus efectos nocivos. Esto no es sólo una interpretación propia: basta ver cómo las peores prácticas y la concreción de los fines de todo radicalismo político que depende de una racionalización marxista, desde el bolchevismo hasta hoy, requieren de reducir o adulterar la obra de Marx, mientras que los críticos anti-totalistas y anti-totalitarios tienen sus mejores fundamentos en la propia obra de Marx para criticar al elitismo revolucionario. Y el propio Kenneth Minogue cita como ejemplo la obra del marxista analítico Gerald Cohen como ejemplo de que lo que define al marxismo no es esta dialéctica y que Cohen puede ser igual o más fiel al sentido del pensamiento creado por Marx (y que llamamos "marxismo") que aquél que no se separa de dicha dialéctica, y que, aun si no pudiera prescindir de ésta, que lo esencial de lo que define al marxismo esté presente en Cohen nos muestra que no se puede ni debe utilizar la palabra "marxismo" para definir a toda ideología basada en la dualidad dialéctica opresor-oprimido.

El tercer significado podría ser descrito como "cultura marxista", pero es un tiro por la culata: véase qué "progre" es la gente en los ex-países del bloque soviético. Y no fue en reacción a una política progre de dichos estados.

El cuarto significado merece, más o menos, la denominación de "marxismo cultural", pero no es referible a nada porque ni siquiera tiene sentido: sería como hablar de un "freudianismo de la consciencia", de un "análisis psicoanalítico aplicado a la consciencia". 
El marxismo tiene ya en su sistema y andamiaje conceptual, un rol para las superestructuras culturales, para los hábitos, instituciones, para el derecho y para la política, etc. que es intrínseco al modelo marxiano y su mismo fundamento. Reconstruir dentro una visión marxista, a la cultura según la visión marxista a su vez, o sea al propio modelo marxista en ella (infraestructuras y superestructuras culturales) a la manera de una matrioska, ya no es marxismo. Y hacer un marxismo inverso o "cultural", que ponga la infraestructura en la cultura y la superestructura en la economía, es imposible.

El quinto significado es bastante adecuado conceptualmente a lo que en parte sucede, pero entonces se está confundiendo al marxismo con cierto movimiento comunista organizado. Y el término entonces debería ser algo muy distinto a "marxismo cultural", y tampoco "comunismo cultural" sería apropiado aun cuando se hablara de "comunismo" como cierto movimiento organizado. Cabría entonces quizá hablar de "revolucionarismo cultural", "izquierdismo culturalista" en contraposición a "economicista" o "marxista", o quizá de "clasismo cultural" o "clasismo de género", etc. para lograr cierta precisión. 

En resumen, este nuevo "feminismo" selectivamente generista no ha querido realmente revertir la transformación de la mujer en objeto sexual intercambiable luego de la liberación sexual (o sea: la separación entre sexualidad y reproducción), sino que la ha reforzado. Y además ha acompañado, en muchos casos sin quererlo y en otros intencionalmente, a la individuación del capitalismo posmoderno convirtiendo también a los varones en objetos sexuales (objetos que deben seguir pudiendo demostrar una virilidad dominante que sin embargo nunca llegue a poder lograr un dominio permanente). En este sueño imposible de colectivización de la promiscuidad como forma de conquista igualitaria de las mujeres (esto es: convertirse ellas mismas en masculinas en la explotación de su femineidad y en el chantaje para conseguir masculinidad del sexo opuesto) se cumple para la sexualidad lo que Marx describía para la colectivización de la propiedad convertida en generalización del egoísmo o, lo que es decir lo mismo, en igualitarismo: 

«[La] idea de la comunidad de mujeres es el secreto a voces de [un] comunismo todavía totalmente grosero e irreflexivo. Así como la mujer sale del matrimonio para entrar en la prostitución general, así también el mundo todo de la riqueza –es decir, de la esencia objetiva del hombre– sale de la relación del matrimonio exclusivo con el propietario privado para entrar en la relación de la prostitución universal con la comunidad. Este comunismo, al negar por completo la personalidad del hombre, es justamente la expresión lógica de la propiedad privada, que es esta negación. La envidia general y constituida en poder no es sino la forma escondida en que la codicia se establece y, simplemente, se satisface de otra manera. La idea de toda propiedad privada en cuanto tal se vuelve, por lo menos contra la propiedad privada más rica como envidia y deseo de nivelación, de manera que son estas pasiones las que integran el ser de la competencia. El comunismo grosero no es más que el remate de esta codicia y de esta nivelación a partir del mínimo representado.»