miércoles, 15 de junio de 2016

Comunofobia

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Cuando el progresismo socialista es sincero, lúcido y bienintencionado, hay que sacarse el sombrero. Rara vez se encuentra esta combinación en una misma obra, y mucho menos en un mismo autor. Así que, antes de continuar siquiera y convertir mi post en el inevitable artículo reseña que será, va un consejo a todos los posibles lectores, y de entre estos especialmente a mis amigos: lean este libro.
No sé cómo hacer más énfasis en este punto sin fallar en cuestiones de estilo.

No debe esperarse en Sociofobia una gran tesis. Esperen de este escrito, más bien, una suma de reflexiones esclarecedoras que formarán, sin embargo, un todo coherente. Por más errores que eventualmente se le pueda encontrar, no es nada que no se pueda corregir o pulir manteniendo su misma posición
El total del texto apunta al corazón de la presente sociedad online desde casi todas las disciplinas imaginables, aunque se haga énfasis en la sociología y la economía. Para empezar se analiza la vida mediada –o peor aun mediatizada– por las redes sociales. Desde allí se entra y sale una y otra vez de la relación directa entre el universo engendrado por los Zuckerberg en la red de redes, y esa cosa que, parafraseando a Weber, podría denominarse como el espíritu del capitalismo postmoderno: un mix entre ética de libro de autoayuda, comunión epidérmica de fiesta rave y la frívola sociabilidad de una fraternidad universitaria. Todos sabemos que nuestros faros espirituales tienen la forma de unos cientos de image quotes publicitariamente estilizados, apuntalando una frágil pero tal vez alcanzable felicidad de instantáneas: su forma consumada desde fines del siglo XX y comienzo del XXI. En cualquier librería encontramos este gracioso contraste: estantes de sociología repletos de ejemplares lamentándose de cómo nos hemos vuelto, ya no sólo para los negocios sino también para los ocios, humanos-mercancía, y frente a ellos los estantes de superación personal y éxito profesional que les sonríen explicando cómo se hace para fabricarlos. Se extiende la independencia psicológica en afectiva, y no se espera demasiado de esa felicidad estroboscópica que, empero, debemos abonar todos los días: competencias diarias por demostrar el más alto valor agregado posible en empresas y en bares; currículums corporativos on-line que debemos defender con ardor para mostrarnos agraciados con el mundo del capital, esperando frenéticamente coincidan con el prontuario que las empresas disponen de nosotros de antemano por culpa de que hemos hecho públicos nuestros datos personales para sobrevivir; fotos de perfil que demuestren tenemos una biografía envidiable pero que disimulen vivimos dedicados a lucirla, y fotos de portada que nos muestren a la vez como modelos publicitarios y deportistas consumados, como grandes viajeros y sofisticados intelectuales. Con total tranquilidad debemos poner todo el capital económico y cultural que hayamos podido acaparar desde nuestro estrato social, al servicio de una transacción más ventajosa con parejas, amistades y empresas, que son disputadas con otros rivales anónimos. Fragmentación económica, reticularidad cultural, coaching social, sanidad compulsiva para sobrevivir, falsedad para evitar la soledad, contractualización libertaria de la amistad, y el entretenimiento para apaciguar la miseria. Entendemos esta realidad utópica; entendemos que el narcisismo es más usualmente producto de la desesperación que del exceso, y entendemos, por lo anterior, que la puja es más áspera entre los humildes que entre los acomodados. Nada de esto es nuevo: aunque los ricos tengan, esnobismos varios mediante, la imperiosa necesidad de diferenciarse de los pobres, los últimos deben, con trágica ansiedad, pretender vivir como los primeros. Resulta que una cosa es difícil, pero la otra es imposible. Sabemos que esto fue así desde los tiempos de Tocqueville; aquellos días en que surgieron las clases modernas y su democratización al acceso de posiciones socioeconómicas infinitamente desiguales. Sabemos, también, que Schumpeter y Fukuyama se han quedado cortos, y que hoy la lucha deportiva por el reconocimiento se ha vuelto ubicua. Todo esto lo sabemos y entendemos, y no es necesario esforzarse por negarlo. Lo que sin embargo no entendemos tanto es con qué motivos llegamos hasta aquí: por qué estamos comprando commodities culturales y estéticos para producirnos y vendernos a nosotros mismos como bienes de consumo en redes sociales, ni cómo llegamos a acostumbrarnos a que unas citas virales sobre lo que es cool regulen el sentido de nuestras vidas, ni qué relación tiene, en general, todo este paroxismo de competencia con la historia del hombre, con nuestro trabajo, con la tecnología o con la estructura de nuestra sociedad. 
Pero el creador de Facebook lo entendió bien, y Sociofobia habla precisamente de esto. 

El escrito vincula cuestiones muy dispares y a veces para esto se vale, no sin cierto pesar de su autor, de disciplinas (microeconomía marginalista, teoría de juegos, etc.) que usualmente se pensarían como adversarias de una actitud crítica respecto a la sociedad mercantil, obstáculo que sortea hábilmente citando a Elinor Ostrom y demostrando con sutileza que es plausible inferir lo contrario.
Con una habilidad pasmosa ilustra todos los planteos con ejemplos, relaciones y analogías, y ninguno de los recursos concretos es accidental; son el meollo del asunto. La prosa de Rendueles es a la vez analítica y hermenéutica, pragmática y reflexiva, histórica y teórica: una de esas obras que se echaban de menos. Alguien podría afirmar que carece de una necesaria reflexión sobre las formas específicas que ha tomado la cultura occidental actual al calor de aquella, lo que es decir la relación recíproca y causal con su trasfondo existencial, sus significados psicológicos y sus expresiones estéticas. También diríase se echa en falta una explicitación sobre la propia tesis del autor, alternativa a la criticada, acerca de la relación entre las tecnologías de la información y nuestras formas cognitivas. Pero me detengo aquí: seguir en la línea de razonamiento de este tipo de reproches es pretender que César Rendueles sea a la vez Alasdair MacIntyre y Nicholas Carr, Allan Bloom y David Harvey, Jean Twenge y Nikolai Berdiaeff, Michel Houellebecq y Zygmunt Bauman.
Cabe aclarar algo más antes de seguir: sus concesiones a las críticas reaccionarias de la sociedad mercantil son sólo eso: concesiones. Aunque comparta muchos de sus valores, el autor no deja de ser, como antes mencioné, un progresista, y creo que hablar de su progresismo es hablar de lo más rescatable de cada uno de los significados que ha tomado este término a lo largo de la historia. No voy a escatimar en loas: en su caso tal vez se pueda pensar en un significado nuevo, del que quizá, sin fantasear demasiado, él represente una avanzada.

Por obvias razones este libro ensayístico es realmente importante para todos los interesados en la política, pero lo es especialmente para una mayoría de liberales y socialistas que no se han detenido a pensar en estos temas clave ni en su relevancia dentro de sus ubicaciones doctrinarias. Es entendible en ambos grupos ideológicos la reacción inevitable a los tópicos tratados en Sociofobia ya que, o bien éstos han sido coto de caza de conservadores a los que apenas se han tomado el tiempo de leer, o bien han sido usados en forma disgregada por sus respectivos adversarios: en la actualidad, el costado científico del panegirismo ideológico liberal está empapado casi solamente de contractualismo y economía neoclásica o austríaca, mientras que en el socialista el mismo costado está casi indefectiblemente embebido de sociología estructuralista y filosofía postmoderna. Sus mutuas ignorancias selectivas son consecuencia de que –y pocos son los que dan cuenta de este fenómeno que es la curiosa precariedad de las ciencias sociales desde la generalización industrial del capitalismo– no debería existir algo así como el estudio de “lo económico” desde una economía formal, ni tampoco un estudio de “lo social” desde hipóstasis sociológicas, ya que, para empezar, hacer una oposición entre “lo económico y lo social” tiene tanto sentido como elegir entre “los humanos y los mamíferos”. Pues bien, el texto de Rendueles también viene a romper con todo esto. 
Simultáneamente sus palabras sonarán al oído medio con el tono nerd de una revista de divulgación científica, con el timbre humanístico de un ensayo de filosofía, y con las resonancias realistas de la obra de cualquier gran historiador. Los liberales podrán encontrar aquí observaciones sobre cuestiones que apenas conocen adecuadamente puesto que las han pensado sólo como invenciones arbitrarias de sus enemigos estatistas, y viceversa con los socialistas que sólo han visto en aquellos apologías hueras del capitalismo hechas a posteriori de las premisas sociales que generan esta sociedad. En este sentido, Sociofobia quizá sirva como punto de encuentro entre ambos, mucho mejor que lo que lo hacen posiciones centristas de toda laya que, intentando ser eclécticas y hasta buscando conciliaciones o un mínimo común denominador, se han alejado de las médulas que hacían valiosos a aquellos extremos.

A partir del caso de la “sociofobia ciberfetichista” (que en términos menos efectistas podríamos definir como una “fobia a la comunidad en la cultura de las redes sociales”), César Rendueles trata muchos, por no decir casi todos, de los tópicos relacionados con las críticas más inteligentes y justas al liberalismo (y al capitalismo como producto del mismo), tanto desde el romanticismo de las derechas tradicionalistas, comunitaristas o corporativistas, como desde las izquierdas más sofisticadas, no colectivistas, con las cuáles él se identifica. 
Y he aquí lo importante, puesto que es desde estas últimas que arremete en momentos clave para criticar las banalidades estatistas y autoritarias usuales de sus colegas. En este sentido no deja puntada sin hilo, ni por izquierda ni por derecha. 
Realmente vale la pena que se lea este libro, y que se tenga la mente abierta para aprovechar el que con tanta lucidez se haya puesto a tal cantidad de problemas en un mismo lugar y que, gracia de por medio, hayan sido tratados con honestidad e inteligencia. Todavía más: es importante leerlo con una pretensión mucho más humilde: recordar que estos problemas son problemas y que, para quienes no los conocen, haya una vía para saber que existen. Que aquellas cosas que nos parecen males inconexos de nuestra existencia social o claroscuros del desarrollo tecnológico, son en realidad corolarios de nuestra forma de subsistencia económica, que al agudizarse reflejarán problemas profundos y terribles a los que deberíamos prestar atención si no queremos fundar nuestras vidas en una suerte de disonancia cognitiva a gran escala.

Queda todavía algo importante que decir de este trabajo, y es que no debemos olvidar que su autor es un autor de izquierda, de raíces marxistas, que ha, sin embargo, madurado correctamente el significado del fracaso tanto del modelo leninista como del soviético. Por eso aprovecha su análisis para retomar en gran medida aquella promesa original que Karl Marx hiciera de una síntesis superadora y asimilante del individualismo y del colectivismo: los dos extremos de una economía atomizada de mercaderes ricos y pobres (el siglo XIX occidental) y una economía totalitaria de comandantes y soldados políticos (el siglo XX oriental), pero que también superara y asimilara al comunitarismo tradicional. Recupera así Rendueles lo más medular de las críticas utópico-progresistas y nostálgico-reaccionarias a la sociedad moderna que justificaron –otra vez en Marx– pensar que debería ser necesaria e inevitable la creencia en esa promesa, si acaso se pensaba que la historia del hombre tenía un “sentido humano”. 
Pero el autor dista mucho de ser marxista y está, en cambio, más en sintonía con los aciertos –y un poco con los desaciertos, hay que decirlo– del pensamiento de Karl Polanyi. Me detendré, entonces, en los errores que esta posición implica: su solución comunitaria y participativa no sale del proyecto de una “democracia de alta intensidad (por más directa y deliberativa que fuera) y es así que no escapa de una visión política de la reforma social; que presume, por tanto y sin crítica, a la disociación moderna entre lo político y lo civil, y, además y en general, la idea clásica de que no podrá ser superada esa existencia cívico-política. Lo segundo desgraciadamente aleja a Rendueles de lo más fecundo del marxismo y abandona potencialmente muchas trincheras en las manos de la socialdemocracia o del populismo, mientras que lo primero reduce el problema del socialismo a los –por más prácticos que sean– burdos términos de la realpolitik de partido leninista: una mera cuestión de poder generalizado, véase: una aporía que los comunistas de herencia soviética rara vez pueden percibir en los fenómenos de masas que ellos han cultivado. (Pensar que se podría solucionar el problema de la alienación política con un “poder popular de asambleas que, como si fuera poco, ejerza una intervención cabal de la coerción sobre la vida social, es exactamente como pensar que la alienación económica se solucionaría intentando crear un capital popular donde todos compitieran para acumular plusvalía con autogestión, cooperativas o incluso con sociedades de propietarios con participación de todos los obreros, y que encima los trabajadores se impidieran mutuamente moverse libremente de fábrica. La aporía se encuentra en la contradicción interna de ese fenómeno social y no en su desarrollo empírico aparentemente contingente.)

Por todo esto, está implícito en la solución político-democrática que el autor hace a la “sociofobia” el retorno sin nuevas soluciones a los dilemas de la izquierda del siglo pasado. Aunque casi no es tratado en este libro, me detendré brevemente a reflexionar sobre el problema anterior, al que ya he dedicado algunos artículos, y que creo puede ser un búmerang para su tesis. La idea de una suerte de socialdemocracia directa, sin restricciones constitucionales predemocráticas que reflejen una forma posible de organización social (o sea: una democracia que decidirá, por tanto, cuáles serán esas restricciones y qué participación tendrá el poder político, democráticamente directo o indirecto, en las esferas cultural y económica), tiene el problema de que, en combinación con la idea de socialismo, puede crear la ilusión soviética del “poder popular que mencioné antes, por la cual la participación de toda la población en órganos de poder extendida a la regulación autoritaria de su propia vida económica, se confunde con la idea marxiana original de socialismo o comunismo. En menos palabras: los instrumentos de poder del nuevo estado proletario, que se supone en Marx deben limitarse a la lucha de clases y desaparecer con ella –o al menos ésto es lo que prometió que sucedería–, en Lenin pasan a entenderse a la vez como órganos administrativos sobre los trabajadores y la economía en general. 

Un nuevo poder político obrero no es menos político por ser paraestatal, y basar el socialismo/comunismo en la política no puede sino terminar en un colectivismo político –ni hablemos si éste se basa a su vez en la persecución política de una dictadura del proletariado dirigida por un partido único–. No importa cómo se conciba este ideal, si se lo piensa como sistema político distará de llevar al mundo a una economía autoplanificada en conjunto por los individuos, como debería serlo una sociedad conscientemente organizada que no necesite de ninguna directiva externa ni aún menos coerción y que no encuentre fracturados los intereses individuales y sociales. Que se conciba, dentro de una sociedad socialista, de una generalización hobbesiana de freeriders, y que por tanto se justifique un contrato social (político), conlleva que la planificación tenga un carácter exógeno al individuo socialista, disociado así en individuo público e individuo privado, en un enemigo de su propio egoísmo. No hay que tener demasiada memoria de las lecturas de Hegel para darse cuenta de que esto es lo que parece: un reciclado de la bilocación del individuo moderno en ciudadano y burgués, pero ahora en la forma totalitaria de militante y beneficiario. Insisto: esto es así por más que el ciudadano socialista participe voluntariamente en dicho contrato, y por más que dicho contrato implique la formulación democrática de los criterios de la planificación. Que el lado colectivo de la organización socialista desconfíe de las demandas de sus miembros individuales supuestamente asociados, implica que ya no se trata de una sociedad conscientemente autoplanificada. 

El socialismo/comunismo no debería necesitar, tampoco, de un canal concentrador de la información (¡se entendía que el mercado era el único que necesitaba y podía crear esa tosca y uniforme medida que es el valor!), sino una participación activa y bidireccional en la planificación por parte de los individuos. Y el fracasado modelo de Lenin al menos excluía el dinero como asignador de recursos, mientras que el soviético posterior intentó crear, con bastante más éxito, una economía monetaria pero con una junta creadora de precios. En cualquier caso, como dije antes, la centralización autoritaria de la planificación conjunta es el corolario de un poder público creado y sobreimpuesto a una masa de individuos para organizarlos como colectividad abstracta en vez de como una libre comunidad de productores”.

Rendueles también olvida que esta enajenación de los trabajadores respecto de la organización socialista, significa algo más que un problema económico: significa precisamente mantener aquella existencia de los polos político y civil dentro de la vida social (escindidos como en la modernidad, o no escindidos como en la Edad Media), existencia que se suponía debía desaparecer con la abolición de la propiedad. Al meramente invertir la relación entre ambos, el colectivismo revolucionario potencia el problema. La modernidad creó un poder estatal libre de ataduras con el universo de la producción, pero a la vez forzado, por su dependencia material, a representar el equilibrio paretiano de una población mercantil subsumida en la vida económica e incapaz de representarse a sí misma. En el universo social de la democracia liberal, el Estado-nación, la pura sociedad política, representa los intereses colectivos de la economía burguesa, la pura sociedad civil. En el universo social del estatismo revolucionario, en cambio, la sociedad civil pasa a representar los intereses privados de la sociedad política. Allí ambos opuestos no sólo se encuentran separados sino también desnaturalizados. La población civil desgaja su tiempo entre la simulación de acuerdo con un Estado proveedor que les devuelve el racionado resultado de su trabajo, y los oscuros pasillos donde se desarrolla su vida real, civil, donde sus instintos capitalistas se subliman en un mercado negro generalizado. La población política, por su lado, se encuentra fragmentada en dos grupos: las élites ideológicas de un partido único y las burocracias del Estado, que mantienen entre sí una conflictiva codependencia. 
El intento contra natura de crear un socialismo estatal tiene, pues, un resultado político inevitable. En el universo democrático normal y burgués se forman partidos que permanentemente intentan hacer con programas de gobierno que los intereses de los sectores sociales a los que están ligados sean coherentes con modelos económicos factibles; en el universo del totalitarismo revolucionario se intenta crear un único sector social de acuerdo a la ideología de un partido político que racionalice internamente su propio interés. 
El trayecto final de esta utopía se recorre con una esclerosis: una vez que el partido ideológico es degradado por el culto a la personalidad a ser una suma de correas de transmisión, su autonomía inevitablemente muere con el líder. Rodeado siempre de una corte de traidores elegidos por él mismo, con su último estertor desaparece la única voz legítima y autorizada de la causa, y al partido no le queda nadie realmente obedecible: la vanguardia ha quedado acéfala. La burocracia estatal recupera entonces su viejo dominio, pero esta vez sin contrapesos ni más finalidades que sí misma. Somete a los dirigentes ideológicos del partido y a las masas de civiles trabajadores a las servidumbres que tuvo que sufrir por parte de ambos. Crea excepciones sistemáticas a su propio sistema legal para sostener una disfuncional corrupción estructural. Asfixia en un mar de papeles a sus propias condiciones de existencia. 
Entonces caen los muros. Es el eterno retorno de las revoluciones sociales.

La confusión, dentro del pensamiento socialista, entre la economía holística profetizada por Marx y la economía comandada buscada por los partidos comunistas en guerra, es un inevitable slippery slope hacia una política total (por más asamblearia que sea). No sólo es fútil la intención de crear el socialismo mediante una economía planificada políticamente asegurando la participación de toda la sociedad en los órganos que detentan la fuerza, o sea: mediante la creación de una voluntad externa coercitiva enfrentada necesariamente al individuo como una colectividad (popular en este caso), sino que, además, usar ésta como medio implica la degradación de la idea de socialismo/comunismo marxiano en un mero colectivismo político sobre la economía (que no puede recurrir a sus individualidades sin dirigirlas), en un Estado socialista sin sociedad civil como manifestación material de un “comunismo grosero, y finalmente la inevitable subordinación de las todopoderosas asambleas a su misma planificación política de lo social, que sólo cabe realizarse mediante una única organización de la misma: el partido ideológico, o sea, el totalitarismo.
No hay que olvidar que la exposición de César Rendueles es, en principio, una crítica a las infoutopías postcapitalistas del tipo que podemos encontrar en Paul Mason, y a la promesa de que en la anticomunitaria integración social en red se encuentra el desarrollo de ese “intelecto general” del que se habla en los Grundrisse. No obstante ello, el autor tiene bien claro que, aun si mediara un revolucionario conflicto de clases, aun si un proletariado alienado fuera la forma del capital de autodestruirse, ese holismo del general intellect –que quizá requiera previamente de la falsa solidaridad en red como momento alienado de su desarrollo, esa capacidad del individuo de generar el plan y a la vez integrarlo, sigue siendo la base genuina del socialismo marxiano. No una economía militar leninista, y menos aun un “Gosplán” de asignaciones monetarias. En este punto es incluso más claro que el propio Mason. Por eso sorprende que, aun a contrapelo de su propia posición, termine haciendo el juego, aunque sea muy indirectamente, al estatismo democrático de ese antiliberalismo grosero propio de Podemos y el resto del “socialismo del siglo XXI, basado en el nacionalismo económico, el populismo mercantilista y la gestión gubernamental. 

Por suerte este cabo suelto no es ni filosófica ni científicamente un problema para Rendueles, pero sí puede llegar a serlo para el tipo de activismo político en el que ilusamente sigue buscando una solución. Sin embargo se puede ser inmune a esta vieja trampa de Lenin a través de una lectura sabia de lo mejor de Marx, y creo que el valor del trabajo de César es comunicar a los demás que la ha logrado.